CAPITULO XXVII
El ocaso de los Cornelio y el advenimiento del Imperio
25 a.C. (729 AUC)
Las victorias en África y el fin de Cartago no le proporcionaron a Cayo Cornelio Escipión el plácido gobierno que anhelaba. Carente de las aptitudes, el historial y el carisma de Augusto, nada en él inspiraba confianza y lealtad en la aristocracia romana. Más bien al contrario, sus excentricidades le granjeaban cada vez más opositores. Su padre, al enviudar, se casó con Maria, la muy joven, atractiva y seductora nieta de Mario Graco. Este enlace no fue precisamente bien visto entre la aristocracia más moralista -¡ella era incluso veinte años más joven que Cayo!- pero lo que vendría después sería aún peor. Cayo quedó absolutamente prendado de su jovencísima e irresistible madrastra, y según sus detractores ambos vivieron una depravada vida secreta a espaldas de su padre. A la muerte del mismo, no tardaron en contraer matrimonio para asombro de toda Roma, justificando su unión como una especie de ‘deber’ familiar de acoger a la joven viuda. Abundaron rumores sobre la absorbente personalidad de Maria, su efecto sobre su influenciable marido, y las exóticas depravaciones a las que ambos se entregaban, pues al parecer ella estaba fascinada por el lujo egipcio y ciertas extravagantes costumbres atribuidas a la corte de los faraones. El hecho de que la pareja no fuera capaz de tener descendencia no hacía sino corroborar ante los ojos de toda Roma que su unión era sacrílega y disgustaba a los dioses.
Los principales opositores a la dictadura de los Escipión, en especial los Octavio, Aufidio y Postumio Bruto - los tres generales de la guerra de Hispania- estaban convencidos de que tenían una oportunidad que no podían dejar escapar. Los rumores y panfletos difamatorios circularon sin freno, el desprecio por la figura del dictador cundió entre las familias tradicionalistas, y la última noche del año 25 a.C. (729 AUC), Cayo Cornelio Escipión se retiró a sus aposentos con un molesto carraspeo y un extraño sabor en su garganta. A la mañana siguiente, los esclavos domésticos despertaron alarmados a Maria, pues habían encontrado a su amo sin vida. La hija de los Graco enloqueció de rabia, pagó a los mejores físicos para estudiar la muerte de Cayo y apareció en el foro apenas vestida y sin sus habituales adornos reclamando justicia por el asesinato de su marido. Ni siquiera hoy sabemos a ciencia cierta si en efecto la muerte de Cayo fue causada por algún tipo de envenenamiento, aunque desde luego es una posibilidad bastante creíble. El hecho es que la imagen de aquella hermosa mujer rasgando sus vestiduras en público, demacrada por el dolor y clamando justicia por la pérdida de su marido caldeó los ánimos del pueblo romano, y muchos pensaron que los Octavio, Bruto y compañía habían llegado demasiado lejos. Aquella misma noche, Maria de los Graco se quitó la vida abriéndose las venas, completando la tragedia que fascinaría al pueblo de Roma.
En el Senado, cuyos miembros fueran antaño leales al gran Escipión Augusto, la tragedia fue recibida como ‘una señal del destino y de la voluntad divina’, en palabras de Postumio Bruto, un declarado enemigo del dictador desde la campaña en Hispania. Para algunos senadores, los dioses capitolinos deseaban el retorno a la tradición republicana, para otros el cambio del poder a otra familia más digna. Y por supuesto no faltó quien pensaba aprovechar el renombre y popularidad de los Escipión en su propio provecho, haciéndose valedor y heredero de sus derechos. El festival funerario que Maria había pagado para su esposo se celebró en honor de ambos, y atrajo a una masa de curiosos y partidarios conmovidos por la tragedia, enfurecidos contra los posibles causantes de la misma. Flotaba en el ambiente de la ciudad una indefinida y peligrosa bruma en la que se mezclaban el desprecio o el amor por la persona de Cayo Cornelio Escipión, el horror de su tragedia, la desconfianza ante Octavio y Bruto y la incertidumbre de lo que habría de venir tras el fin del último de los Escipiones. Flavio Longo, general de confianza del difunto y artífice de la victoria final contra Cartago, pidió la palabra en el momento más oportuno, y con intención de tomar para sí mismo el papel de defensor de la dignitas escipiónica, pronunció un discurso que ha perdurado hasta nuestros días:
Amigos, romanos, compatriotas, escuchadme: he venido a enterrar a Escipión, no a ensalzarlo. El mal que hacen los hombres les sobrevive; el bien suele quedar sepultado con sus huesos. Que así ocurra con los Escipiones. Octavio y Bruto os ha dicho que los Escipiones eran ambiciosos: si lo fue, era la suya una falta grave, y gravemente la ha pagado el último de su estirpe. Por la benevolencia de Bruto y de los demás, pues Bruto es un hombre de honor, como lo son todos, he venido a hablar en el funeral de Cayo Cornelio Escipión. Fue mi amigo, fiel y justo conmigo; pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un hombre de honor. Trajo a Roma muchos prisioneros de guerra de Hispania, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Puede verse en esto la ambición de los Escipiones? Cuando el pobre lloró, los Escipiones lo consolaron. La ambición suele estar hecha de una aleación más dura. Pero Octavio dice que era ambicioso y Octavio es un hombre de honor. No hablo para desmentir lo que Octavio dijo, sino que estoy aquí para decir lo que sé.
Todos amasteis a los Cornelios Escipiones alguna vez, y no sin razón. ¿Que razón, entonces, os impide ahora hacerle el duelo al último de los suyos? Ayer la palabra de Escipión hubiera prevalecido contra el mundo. Ahora yace ahí y nadie hay lo suficientemente humilde como para reverenciarlo. ¡Oh, señores! Si tuviera el propósito de excitar a vuestras mentes y vuestros corazones al motín y a la cólera, sería injusto con Octavio y con Bruto, quienes, como todos sabéis, son hombres de honor. No quiero ser injusto con ellos. ¡Prefiero serlo con el muerto, conmigo y con vosotros, antes que con esos hombres tan honorables! Pero si tenéis lágrimas, preparaos a derramarlas.
Todos conocéis esta túnica. Es la mejor túnica de Escipión, la que heredó de su tío Augusto, quien la llevó el día que entró en Roma a la cabeza de sus legiones. Es la que llevaba cuando anoche se retiró a sus aposentos momentos antes de su tormentoso final. ¡Mirad: aquí están los restos de la sangre que manaba por su boca al agonizar! ¡Ved las rasgaduras fruto del agónico estertor!. Aquí están los restos de su horrible muerte causada por el traicionero veneno. Ahora lloráis, y me doy cuenta que empezáis a sentir piedad. Esas lágrimas son generosas. Almas compasivas: ¿por qué lloráis, si sólo habéis visto la desgarrada túnica de Escipión?
Mirad aquí. Aquí está, su rostro demudado, desfigurado, como veis, por los traidores. Amigos, queridos amigos: que no sea yo quien os empuje al motín. Los que han consumado esta acción son hombres dignos. Desconozco qué secretos agravios tenían para hacer lo que hicieron. Ellos son sabios y honorables, y no dudo que os darán razones. No he venido, amigos, a excitar vuestras pasiones. Yo no soy orador como Octavio o Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo, que quería a mi amigo, y eso lo saben muy bien los que me permitieron hablar de él en público. Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la oratoria para enardecer la sangre de los hombres. Hablo llanamente y sólo digo lo que vosotros mismos sabéis. Os muestro la agonía del último de nuestros amados Cornelios Escipiones y le pido que hable por mí. Pues si yo fuera Bruto, exasperaría vuestras almas y sería capaz de conmover y amotinar los cimientos de Roma. Obrad libremente, que en vuestras mientes se dilucide lo que es justo, ¿acaso lo sea que esta ignominia quede impune?.
Los disturbios y motines que siguieron al funeral desembocaron en una nueva larga y sangrienta guerra civil entre los opositores a los Cornelios Escipiones, encabezados por Octavio y Bruto, y los que supuestamente defendían su herencia y dignitas familiar tras la estela del avezado Flavio Longo. Aquellos senadores partidarios de la república pronto tuvieron que olvidar sus ideas y ponerse de un lado o de otro. La larga y sangrienta guerra civil desembocó en la conocida época Imperial, con un imperio romano liderado por otras familias, los Claudios, Julios… en la que perdemos la pista de la antigua gens Cornelii. Tristemente, no se conserva ningún otro documento corneliano después de la muerte de Cayo Cornelio Escipión, sin duda a causa de la decadencia de la familia y su desaparición de la vida política. Aunque sabemos que hubo otros conocidos Cornelios comerciantes, arquitectos o dramaturgos en la época imperial, no es posible determinar si descienden de la antigua familia patricia. En cualquier caso, los Cornelio desaparecieron del circuito del poder político y militar de Roma, y los avatares del sangriento y poderoso Imperio Romano ya no van de la mano del atribulado destino de la histórica familia. Es esa una historia que, por lo tanto, está más allá de los objetivos de esta humilde obra.