Capítulo 6
Palacio Imperial, Kyoto
2 de abril de 1618
Ujinao y Nobuteru llevaron al inconsciente shogún a sus aposentos, entre las exclamaciones ahogadas del servicio. El samurai del clan Yamashita nunca había visto perder así el control al supremo líder del Japón, pero había que reconocer que la tensión a la que estaba sometido hubiese podido con cualquiera, y estaba claro que alguien estaba intentando desalojarle del poder por todos los medios y le atacaba en todos los frentes. Y lo peor es que el shogún , por más esfuerzos y recursos empeñase en ello, no lograba averiguar quién era.
Desde hacía seis años, una serie de rebeliones se extendía por los territorios de ultramar, y ya no eran sólo los tercos tailandeses los que se negaban a someterse al sabio dominio del Imperio, sino que Corea, la joya de Nishikuni, también se había alzado contra sus legítimos amos.
Todo había parecido comenzar con la guerra de sucesión de Ayuthia, que había desestabilizado toda la zona. En el sur de China, los alzamientos campesinos estaban a la orden del día, y el enorme ejército del gigante oriental serpenteaba por el norte de indochina, de matanza en matanza, como un depredador voraz.
Fue ese mismo verano cuando comenzó una sublevación en Corea que, aun empezando como un simple alzamiento nacionalista de unos pocos campesinos, traería al imperio innumerables quebraderos de cabeza.
Hasta Donde los espías del shogun pudieron investigar, agentes infiltrados entre la población habían estado envenenando el ambiente. Sin embargo, los ninjas de Koga no habían podido averiguar para quien trabajaban dichos espías, pues se suicidaban antes de ser capturados. La falta de progresos supuso un varapalo para la ya maltrecha reputación de Nobukatsu en el bakufu. Los nobles consejeros del shogún cuestionaban su liderazgo, y esto contribuía a desestabilizar el país. A Ujinao no se le escapaba que se estaba formando un peligroso círculo vicioso, y que sería necesaria una tremenda inversión para estabilizar al país .
Para otoño, los rebeldes chinos habían extendido su alzamiento más allá de las fronteras chinas, y amenazaban también las posesiones japonesas en la zona.
El rey Soutika, en un movimiento poco inteligente, negó a las tropas chinas el acceso por su territorio para combatir a los rebeldes. El imperio japonés consideró un insulto a su aliado formal esta actitud, y el shogún barajó declarar la guerra al pequeño estado, pero los verdaderos problemas del imperio eran otros, y dado que los chinos desestimaron finalmente perseguir a los rebeldes más allá de la frontera, pronto se desechó la idea.
Era necesario centrarse en aplastar la rebelión de Corea, que era cada día más preocupante. El general Komyo Kiso era incapaz de frenar a los rebeldes, ni de cortar sus rutas de suministro. En el seno del bakufu comenzaban a circular rumores sobre la fidelidad del general al emperador, ya que su valía en el campo de batalla había sido hasta ese momento intachable.
La situación de Komyo Kiso, objetivamente, no era fácil. Moviéndose por un terreno bastante montañoso, con una población de dudosa fidelidad al imperio, la guerra era un tira y afloja de norte a sur. La norma era que cuando Kiso lograba doblegar al ejército rebelde, surgía una nueva rebelión a sus espaldas y debía dar la vuelta para asegurar su retaguardia.
No fue hasta diciembre de 1613 que el general Kiso pudo doblegar a los coreanos, aunque no pudo evitar que gran parte del ejército rebelde huyese hacia el norte, donde se refugiaron en las montañas para iniciar una guerra de guerrillas.
Una vez pacificado el imperio, el shogún disfrutó de un breve período de paz. El comercio florecía, las relaciones con China iban mejorando y poco a poco la estabilidad volvía a Japón. El colofón de tan idílica situación vino al concertar el matrimonio entre una dama china y el emperador. El anterior emperador, Go-Yozei, había abdicado dos años antes en su hermano Hachijō-no-miya Toshihito, que se convertiría en el emperador Go-Yoshizaku.
Refinado y culto, el emperador destinó parte de los escasos recursos de la casa real a financiar las artes, y construyó la villa imperial de Katsura. Como los demás nobles de Kyoto, decidió tomar una consorte que fortaleciese los lazos de su familia con los de otras estirpes nobiliarias, así que la corte le buscó una digna esposa en las casas reales próximas.
Se dectretó una semana de festejos por todo el país, y la ceremonia se hizo con todo el fasto que las arcas locales se podían permitir, aunque no fue suficiente para contentar a los sibaritas invitados de la casa real china, como era de esperar.
A pesar de todo, la ceremonia fue la más cara y vistosa que se recordaba, y durante el año siguiente las relaciones entre los dos imperios fue tan cordial que todo presagiaba un futuro brillante para todos, excepto para los enemigos de la alianza del norte.
Durante ese tiempo, el emperador gozó de la compañía de la joven noble china, con la que compartía gustos musicales y la pasión por la literatura, la poesía y las artes escénicas. Se dice que incluso representaban funciones teatrales privadas en palacio, con obras escritas por ellos mismos.
En verano de 1616, estalló una nueva rebelión en Indochina, y dado el estado de paz en que se encontraba la metrópoli, el propio shogún, en una decisión sin precedentes, viajó hasta Bihn Tri Thien, para dirigir a las tropas personalmente. Sin embargo, algo le haría volver precipitadamente.
Go-Yoshizaku, el divino mikado, la luz que alumbraba las Islas Sagradas, había fallecido en lo que parecía un trágico accidente doméstico. El emperador y su joven consorte representaban una adaptación de un cuento clásico de aventuras, con algunos miembros del bakufu como espectadores. La segunda esposa del monarca, en su papel de héroe, debía asestar una estocada a su marido, que representaba a un demonio. El selecto y escaso público asistente tardó en darse cuenta de que la agonía de Go-Yoshizaku sobre el escenario era real.
En un principio, alguno de los samurai asistentes echaron mano a sus espadas para ajusticiar a la dama china, de la que desconfiaban ya antes de la boda con su soberano, pero otros miembros más juiciosos del bakufu, como el hijo adoptivo de Kenshin, Uesugi Kakegatsu, consiguieron calmar los ánimos y recluir a la princesa en sus aposentos hasta la llegada del shogún, que decidiría su destino.
Nobukatsu, bien informado por sus espías, sabía que no había sido un accidente. Todo había sido un maquiavélico plan desde la corte china para incitar al imperio a una nueva guerra para la que no estaba preparado. Por ello, el shogún echó tierra sobre el asunto, y ordenó que la princesa fuese recluida en un monasterio para “poder llorar a su marido”, mientras organizaba un consejo de regencia que presidiría él mismo, mientras el hijo de el emperador retirado Go-Yozei, el príncipe imperial Kotohito. El joven, de unos veinte años, era manifiestamente incompetente y torpe para las dignidades de su rango, y Nobukastu le sometió a un curso de diplomacia y protocolo.
El shogún vivió los siguientes meses en una tremenda tensión. Los comentarios sobre su afán de poder y su incapacidad para estabilizar la nación y evitar las revueltas se elevaron a un tono audible en el bakufu cuando en marzo de 1618 los rebeldes coreanos volvían a la carga.
En la sesión de aquella tarde se había presentado el informe de la situación enviado desde Corea por el general Komyo. EL ejército imperial había sido desalojado del norte del país por un ejército muy inferior, y retrocedía por la península hacia el sur, debido a que una rebelión había estallado en Gangwon y amenazaba sus líneas de suministros. El general solicitaba el envío de la flota por si era necesario reembarcar a las tropas hacia Kyushu. Varios miembros del consejo mostraron abiertamente su descontento y exigían soluciones al shogún, cuando Fukushima Masanori, amigo personal de Komyo Kiso, acusó abiertamente al shogún de estar perdiendo la contienda por su ineficacia.
Nobukatsu montó en cólera. Acusó a Masanori de traidor, alegó que el general Kiso era un incompetente y que podía estar recibiendo sobornos de los rebeldes para perder la guerra, y finalmente mandó ejecutar a Masanori y sus asistentes en el acto. El resto de daimyos quedaron sobrecogidos por la dantesca escena. El shogún, con el rostro aún congestionado por la furia, levantó la sesión y salió precipitadamente de la sala de audiencias, seguido de cerca por Nobuteru y Ujinao. Nobukatsu había perdido completamente los papeles, pero sabía que hacía falta un golpe de efecto para mantener a sus nobles consejeros a raya, aunque pronto reaccionarían contra él. Tan pronto se halló a salvo de miradas indiscretas se desplomó presa de una súbita lipotimia.
Después de acomodar al mandatario en sus aposentos, Ujinao y Nobuteru se miraron. Parecían decir “¿Y ahora qué?”. Nobuteru, que parecía extrañamente frío, ordenó que les sirvieran té. Iba a ser una noche muy larga.