Extracto de la autobiografía histórica “El último día de los libres”, de Limegg Wavecaller, refugiada proveniente de la Orden Divina Heejam.
"[…]
Cuando finalmente sonó la campana del recreo salimos disparadas como relámpagos, colándonos al Jardín Recluido por el pasadizo secreto que aún no podíamos creer que existiera. Con presteza, las tres nos internamos en el Arbusto de la Paz, avanzando a su interior hasta toparnos con la Cámara de la Contemplación, que era en este caso muy espaciosa y lo suficientemente alta para que Susseg, Bernegg y yo pudiésemos desplegar nuestras Minegg (alfombras sobre las que se medita) con total comodidad, teniendo todo listo en apenas dos minutos.
Así, dentro de la cámara esférica de ramas entrelazadas, nos dispusimos a meditar, tratando de encontrar la serenidad necesaria para rendir con éxito el examen final de razonamiento teológico seis.
[…]
Sumergidas en aquel silencio absoluto sucedió algo increíble que aún hoy atesoramos en lo más profundo de nuestros corazones. Pasados diez minutes de meditación sentimos, rodeándonos como un manto, la presencia de un espíritu, pero no cualquier espíritu de la paz, sino el del Archiprofeta Melegg III, el santo protector que había plantado ese arbusto hacía más de quinientos años, y que era un archiprofeta reverenciado hasta esos días por haber sido el unificador del Heejor. Mientras meditamos pudimos sentir como nos contemplaba y vigilaba, siempre con misericordia y amabilidad.
[…]
Fue en pleno recreo cuando los Sagrados Paladines terminaron sus preparaciones y finalmente lanzaron el asalto sobre la escuela, asalto del que nosotras zafamos, puesto que los guerreros ignoraron el arbusto y el Jardín Recluido, al encontrarse estos fuera de los límites de todo aquel que portase armas o intensiones ponzoñosas.
Nosotras, por el aislamiento sonoro al que nos encontrábamos sometidas gracias a las ramas del Arbusto de la Paz, no nos dimos cuenta de la intrusión de los paladines, saliendo nosotras por nuestra propia voluntad cuando nuestras alarmas nos marcaron que se acercaba el final del recreo.
[…]
El patio del arroyo se encontraba manchado con sangre y uno que otro cuerpo sin vida. Algunos de estos muertos estaban cortados en dos, mientras que otros se encontraban atravesados por proyectiles de alto calibre… Susseg, Bernegg y yo no podíamos salir de la parálisis que nos había provocado el horror de aquella visión. En eso escuchamos unos pasos pesados y metálicos, y al voltear nos encontramos con un paladín solitario, que era un guerrero alto y de aspecto poderoso, el cual portaba una lanza ensangrentada.
–¿Dónde estaban?
Ninguna de nosotras respondió, estábamos aterradas de aquel asesino.
–¿Dónde estaban?
El paladín hablaba con un tono muerto en su voz, un tono que me obligó a contestar.
–En el Jardín Recluido, dentro del Arbusto de la Paz.
El paladín, entonces, cayó sobre sus rodillas y comenzó a llorar en silencio, mirando fijo al suelo ante nosotras sin hacer ningún sonido. Por haber matado a alguien desarmado, no podría ingresar jamás en un Arbusto de la Paz.
Aquel guerrero, que incluso de rodillas y arqueado hacia adelante era más alto que nosotras, finalmente dijo:
–De hoy en adelante, por la gracia de su Majestad Sagrada, la Archiprofetiza Cusseg, primera de su nombre, son Esclavas del Gran Templo del Divino. Vayan al Salón de Usos Múltiples sin resistirse o serán condenadas por herejía… como todos los que ahora ven muertos aquí."
Cuando finalmente sonó la campana del recreo salimos disparadas como relámpagos, colándonos al Jardín Recluido por el pasadizo secreto que aún no podíamos creer que existiera. Con presteza, las tres nos internamos en el Arbusto de la Paz, avanzando a su interior hasta toparnos con la Cámara de la Contemplación, que era en este caso muy espaciosa y lo suficientemente alta para que Susseg, Bernegg y yo pudiésemos desplegar nuestras Minegg (alfombras sobre las que se medita) con total comodidad, teniendo todo listo en apenas dos minutos.
Así, dentro de la cámara esférica de ramas entrelazadas, nos dispusimos a meditar, tratando de encontrar la serenidad necesaria para rendir con éxito el examen final de razonamiento teológico seis.
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Sumergidas en aquel silencio absoluto sucedió algo increíble que aún hoy atesoramos en lo más profundo de nuestros corazones. Pasados diez minutes de meditación sentimos, rodeándonos como un manto, la presencia de un espíritu, pero no cualquier espíritu de la paz, sino el del Archiprofeta Melegg III, el santo protector que había plantado ese arbusto hacía más de quinientos años, y que era un archiprofeta reverenciado hasta esos días por haber sido el unificador del Heejor. Mientras meditamos pudimos sentir como nos contemplaba y vigilaba, siempre con misericordia y amabilidad.
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Fue en pleno recreo cuando los Sagrados Paladines terminaron sus preparaciones y finalmente lanzaron el asalto sobre la escuela, asalto del que nosotras zafamos, puesto que los guerreros ignoraron el arbusto y el Jardín Recluido, al encontrarse estos fuera de los límites de todo aquel que portase armas o intensiones ponzoñosas.
Nosotras, por el aislamiento sonoro al que nos encontrábamos sometidas gracias a las ramas del Arbusto de la Paz, no nos dimos cuenta de la intrusión de los paladines, saliendo nosotras por nuestra propia voluntad cuando nuestras alarmas nos marcaron que se acercaba el final del recreo.
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El patio del arroyo se encontraba manchado con sangre y uno que otro cuerpo sin vida. Algunos de estos muertos estaban cortados en dos, mientras que otros se encontraban atravesados por proyectiles de alto calibre… Susseg, Bernegg y yo no podíamos salir de la parálisis que nos había provocado el horror de aquella visión. En eso escuchamos unos pasos pesados y metálicos, y al voltear nos encontramos con un paladín solitario, que era un guerrero alto y de aspecto poderoso, el cual portaba una lanza ensangrentada.
–¿Dónde estaban?
Ninguna de nosotras respondió, estábamos aterradas de aquel asesino.
–¿Dónde estaban?
El paladín hablaba con un tono muerto en su voz, un tono que me obligó a contestar.
–En el Jardín Recluido, dentro del Arbusto de la Paz.
El paladín, entonces, cayó sobre sus rodillas y comenzó a llorar en silencio, mirando fijo al suelo ante nosotras sin hacer ningún sonido. Por haber matado a alguien desarmado, no podría ingresar jamás en un Arbusto de la Paz.
Aquel guerrero, que incluso de rodillas y arqueado hacia adelante era más alto que nosotras, finalmente dijo:
–De hoy en adelante, por la gracia de su Majestad Sagrada, la Archiprofetiza Cusseg, primera de su nombre, son Esclavas del Gran Templo del Divino. Vayan al Salón de Usos Múltiples sin resistirse o serán condenadas por herejía… como todos los que ahora ven muertos aquí."
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