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Kurt_Steiner

Katalaanse Burger en Terroriste
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Feb 12, 2005
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Introducción.

Cuando se habla del horror de la guerra civil, varios nombres vienen automáticamente a la cabeza: Gernika, Paracuellos, Badajoz o Málaga. En los últimos años se han ido sumando otros, como San Pedro de la Cardeña, Miranda de Ebro, Albatera, Lerma, Deusto o Castuera. Son algunos de los campos de concentración de la dictadura franquista.

Si la España de Franco comenzó a labrarse con el terror y la violencia, no cabe la menor duda de que, para asentar su poder, durante y una vez terminada la contienda civil, Franco hizo uso de una extensa red de campos de concentración y de explotación de mano de obra cautiva.

Los campos de concentración franquistas no pueden ser clasificados de otro modo con eufemismos varios. En estos campos (más de 180, de estos 104 estables) se machacaba ferozmente a los prisioneros de guerra para convertirlos en la legión de esclavos que reconstruyeron la devastada infraestructura nacional. Fue su castigo por formar parte de la "anti-España" que se había enfrentado a la "verdadera".

Estos campos formaban parte del poder que los puso en funcionamiento, de manera que su función "concentradora" tiene un carácter eminentemente bélico, pues surgen de la guerra civil española. Eran la solución que el Estado y el Ejército proporcionaban ante la llegada masiva de cautivos.

Fueron campos meramente preventivos, pues en ellos no se cumplió pena alguna, sino que fueron usados para internar y clasificar a los prisioneros. Eran un primer paso en la cadena depuradora del régimen franquista que éste aplicaba sobre el enemigo derrotado. No fueron establecimientos penitenciarios, sino causados por las necesidades bélicas. Surgidos de la ilegalidad de un alzamiento militar, no podían reflejar legalidad alguna.

Los primeros campos aparecieron en noviembre de 1936 para ocuparse de los prisioneros de guerra, y fueron clasificados a partir de marzo de 1937 y centralizados en la llamada Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros. Los primeros comenzaron a ser clausurados en 1939, aunque algunos alargaron su existencia hasta la Segunda Guerra Mundial (el de Miranda de Ebro, concretamente, hasta 1947).

Una red de campos por el que llegaron a pasar medio millón de prisioneros en unas deplorables condiciones de vida y con unas humillantes políticas de reeducación y depuración.
 
2. La burocracia del terror.

A finales de 1936 se empieza a establecer, en la zona sublevada, el estatus de los prisioneros de guerra y su tratamiento correspondiente, cuando ya se escuchan voces, como la expresada en el diario FE de Sevilla, abogando por la instauración en España del modelo nacionalsocialista de campos de prisioneros políticos. Al pararse la "represión en caliente" y aumentar así el número de presos, además de las necesidades logísticas del momento, lleva a que las Divisiones Orgánicas y los Ejércitos establezcan un embrionario sistema de campos en Zaragoza, Burgos, La Coruña, Ávila y Talavera de la Reina.

Éste será el orígen de la vasta red de internamiento franquista que se establecer a partir de 1937 y por la que pasarán entre 350.000 y 500.000 prisioneros, hacinados, mal alimentados y peor vestidos y sometidos a un estricto control y a una reeducación moral e ideológica. Así, aunque los campos nacen en 1936, un año después siguen compartiendo las mismas características: nacen de la ilegalidad, y su naturaleza es provisional, ligados a las necesidades bélicas del momento.

El mismo general Mola, en enero de 1937, se refiere a esta cuestión. Se debían clasificar los prisioneros de guerra para poder separar a los "aprovechables", es decir, los susceptibles de incorporarse a las filas "nacionales" del resto de "rojos" sometidos al régimen carcelario. Para tal fin, Mola concluye, hacían falta centros especializados, para lo que se habilitan los campos de Orduña (El colegio de los jesuitas) y el de Murgia (el de los padres paúles), en Vizcaya y Vitoria respectivamente, así como el de Miranda de Ebro, para apoyar el trabajo de las Comisiones Clasificadoras -la primera es creada en Burgos- a las órdenes de los auditores de guerra, con el objetivo de separar a los que podían ser reincorporados a filas de los que debían sufrir penas de cárcel o ser ejecutados. Es la política del terror, aplicada en la retaguardia nacional desde julio de 1936, continuada por otros medios.

Los campos, por tanto, evolucionan paralelamente al desarrollo del aparato logístico y judicial de la zona sublevada para encauzar, juzgar y castigar las acciones acaecidas durante la "dominación roja" y, en especial, durante la guerra. Las Comisiones Clasificadoras representan la progresiva regularización del sistema judicial, mostrando a las claras su aspiración de legalidad y estatalidad. Esto será palpable cuando caiga el Norte de España y la Orden General de Clasificación divida a los prisioneros entre afectos, dudosos y desafectos a la causa franquista. Esta orden, de 11 de marzo de 1937, establecerá la adicción al régimen en cuatro grados, dependiendo de los "avales" proporcionados por las "organizaciones patrióticas" (es decir, Falange, clero y Guardia Civil).

Así, los afectos se veían camino de la trincheras franquistas a defender a la "verdadera España" y los desafectos terminaban entre rejas o frente a un pelotón.

Pero, ¿qué pasaba con todos los desafortunados a los que, por falta de datos, no se les pudo instruir una causa?
 
3. La burocracia del terror (2)

Respecto a los dudosos, irónicamente, no había espacio para la duda. Las órdenes oficiales proclamaban que "todos somos necesarios para la victoria", así que fueron condenados a trabajos forzados. No se podía demostrar ni su inocencia ni su culpabilidad por lo que dieron con sus huesos en los Batallones de Trabajo, que se nutrieron de estos prisioneros y que fueron coordinados por la Junta de Movilización, Instrucción y Recuperación del ejército franquista.

Por si fuera poco, el tiempo servido en estos batallones no era descontado de la pena final. Mientras se instruía su caso, los integrantes de estos batallones fueron, simplemente, obra de mano esclava. A mediados de 1937 ya funcionaban tres de estos batallones, embrión de las varias docenas de unidades similares que existirían hasta bien entrado 1942.

Este trabajo forzoso fue autorizado mediante un curioso giro jurídico. En mayo de 1937 el decreto número 281 de la España nacional concede el derecho de trabajo a los prisioneros de guerra (no a los presos comunes, ojo), forma legal que encubre la explotación de estos infortunados seres humanos. Así, con la parafernalia habitual en los comunicados y leyes franquistas, repletas de su bondad y magnanimidad, además de la insistencia en la necesidad de "regenerar" a los provisionalmente clasificados de manera negativa, se justifica legalmente la solución al apremiante problema representado por tan enorme cantidad de prisioneros de guerra.

Así, este "derecho" al trabajo justificaría el sistema concentracionario y sus campos, utilizados para gestionar, reeducar y humillar a medio millón de prisioneros de guerra. En 1937 la zona norte fue la más poblada, con los campos de Estella (Casa Blanca y el monasterio de Irache) en Navarra, la universidad de Deusto en Bilbao, tras la toma de la ciudad en junio, Pamplona, Aranda de Duero, Logroño, Burgos (el campo del monsterio de San Pedro de Cardeña) fueron el resultad del desplazamiento de las operaciones al norte.

Otro resultado fue el incremento del trabajo de las Comisiones Clasificadoras, que desde junio de 1973 comienza a organizar Batallones de Trabajadores -creados en los campos de San Gregorio (Zaragoza) y Soria- y la creación de nuevos campos, como los de Badajoz, Mérida, Cáceres o Talavera de la Reina.

Así, el 29 de junio de 1937, 11.000 prisioneros ya internados pasan a depende de la Inspección de campos de Concentración, al mando del coronel Luis de Martín Pinillos y Blanco de Bustamante, que, apenas ocupado el puesto, ordena crear los campos de Lerma y Aranda de Duero y la asunción del mando de los de Cáceres (Los Arenas y la plaza de toros), Plasencia, Trujillo, Badajoz (el Cuartel de la Bomba), de los campos asturianos de Figueras, Ortigueira y Canero, la prisión provincial de Salamanca, en Córdoba y del campo de San Macos, en León.

Así se pasa de la fase provisional a la de estabilización y crecimiento.
 
4. La burocracia del terror (3)

Una de las primeras acciones de Martín Pinillos fue asegurarse de centralizar todas las funciones relacionadas con los prisioneros de guerra e impedir que existieran campos organizados por unidades militares u otras entidades. Para ello, en julio se reescribió la Orden General de Clasificación, de manera que tanto los "dudosos" como los "desafectos sin responsabilidades criminales" también pasarían a engrosar las filas de los Batallones de Trabajo

La ICCP de Martín Pinillos se ocupó directamente de los 50.000 prisioneros republicanos capturados en Santander. Para ello se establecieron cuatro campos en Santoña (el penal del Dueso, el Instituto Manzanero, el Cuartel de Infantería y el fuerte de San Cristobal, alojando unos 1.200 prisioneros), cuatro en Santander (la plaza de toros, los Campos de Futbol, las Caballerizas del Palacio de la Magdalena y el Seminario de Corbán, donde se internaron a unos 12.000 prisioneros), además de diversos edificios en Castro-Urdiales, donde fueron a parar unos 10.000 prisioneros; y en Laredo -donde se usaron escuelas y casas privadas para alojar a unos 9.000 prisioneros-. Hacia comienzos de agosto, cuando ya funcionaban los campos de Cedeira, Ferrol, Muros, Rianjo, Camposancos (en Galicia), el Caserío de Osio, Jaca, Haro y Valencia de Don Juan, así como las redes de traslado de prisioneros hacia otros campos, la población prisionera se elevaba a 70.000 hombres.

Esta sobrepoblación causó pronto el bloqueo burocrático y administrativo a pesar de las continuas ampliaciones de los campos de concentración (en agosto se añaden el del monasterio de la Santa Espina, en Valladolid; y los de Medina de Rioseco, Palencia y Palma de Malloca) y de las comisiones asentadas en los campos de clasificación. Todo empeoraría con el cierre del frente del Norte con la caída de Gijon y cristalizaría con la creación de nuevos campos en Asturias, en Llanes, Celorio, Gijón, Avilés, Candás, Oviedo (La Cadellada), Luarca, Andes, Infiesto, Pola de Sierro para alojar 30.000 prisioneros; y en Galicia los de Ribadeo, Santa Marñia de Oya y Celanova, con un total de 10.000 prisioneros.

Según la propaganda nacional, un 55% de los prisioneros de 1937 eran afectos al régimen, un 15% dudosos, un 13% desafectos sin responsabilidades criminales, un 9% culpables de delitos politicos, un 2% culpables de delitos de sangre y anticlericalismo, y un 6% estaba sin clasificar. Huelga decir que tamaña adicción al Movimiento resulte dudosa. Se calcula que, de todos los 106.822 prisioneros clasificados por las Comisiones en todo 1937, casi un 30% eran afectos dudosos o desafectos sin responsabilidades criminales. Esto, sin embargo, no les libró de pasar por los capos de la ICCP, aunque sí del sumarísimo consejo de guerra habitual en estas lides.

A finales de año, en la retaguardia franquista, operaban 65 Batallones de Trabajadores, explotando a 34.000 prisioneros de guerra e integrándoles en la economía de guerra que, en realidad, era una esclavitud laboral que recuerda a los trabajadores franceses y polacos usados por los nazis durante la 2a Guerra Mundial.
 
5. "Necesarios para la victoria".

Si las consecuencias de la guerra civil española fue el triunfo de unos españoles sobre otros, los campos de trabajo y de prisioneros fueron la "escuela". Allí, los prisioneros republicanos comenzaron a aprender lo que era ser derrotado.

La caída del frente norte trajo como consecuencia inmediata el final de los intentos de reformar el sistema concentracionario. A partir de 1938 es palpable el aumento de las tendencias totalitarias en el trato a los prisioneros, y no ya por la inquietante presencia de agentes de la GESTAPO en San Pedro de Cardeña -donde eran internados los brigadistas internacionales desde 1938- o las investigaciones sobre "psiquismo marxista" o sobre la pureza de la raza hispánica realizadas por el Gabinete de Investigaciones Psicológicas de Vallejo Nájera; también por el endurecimiento de las condiciones de internamiento en los campos y los programas de educación ideológica, moral y religiosa aplicados a los cautivos.

Los problemas y retrasos causados por la clasificación de los prisioneros del norte primero y luego los de Aragón y Catalunya determinaron el mantenimiento del ICCP como referente de la gestión administrativa de los prisioneros. Por ello, en 1938 se estableció la red de competencias sobre los prisioneros de guerra que se mantuvo hasta el final de la guerra. campos de evacuación, lazaretos, de clasificación, de prisioneros "Ad" y "B", para internacionales, para inválidos, además de un proyecto para menores de edad. Como la ICCP mantuvo el control sobre la mayoría de esos campos, este hecho les dotó de una cierta estabilidad.

Sin embargo, las pretensiones de crear "campos de trabajo" fracasaron, a pesar del respaldo de Serrano Suñer. Como "campos de trabajo" podemos sólo entender en algunos momentos los recintos donde se albergaron los Batallones de Trabajadores, las escuadras de las Regiones Devastadas, o, ya en la posguerra, Colonias Penitenciarias Militarizadas y Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. El fracaso de la ICCP de crear y administrar estos "campos de trabajo" fue que las necesidades militares se impusieron y en los campos de concentración primaron la arbitrariedad y la provisionalidad sustentados por unos principios inamovibles.
 
6. Expandiendo los campos

Tras la batalla de Teruel y la renovada ofensiva franquista, la ICCP comenzó a expandir sus campos cerca del frente aragonés usando barracones desmontables. Las siguientes operaciones bélicas causaron un aumento en la necesidad de espacio de los campos y a que se plantearan nuevas iniciativas para el tratamiento de los prisioneros de guerra.

De los prisioneros capturados entre marzo y abril se trasladaron 30.513 a campos estables, tomando como base el de San Gregorio en Zaragoza, el de Calatayud y el de San Juan de Mozarrifar, junto a la capital aragonesa, creado en febrero ante el abarrotamiento de los locales de la Academia General Militar. Los prisioneros sólo abandonaban estos campos para ser encuadrados en Batallones de Trabajadores o para ser internados definitivamente en campos como San Pedro, usados también para albergar a los prisioneros extranjeros de las Brigadas Internacionales.

A mediados de 1938, el número de prisioneros internados y clasificados por la ICCP era de 166.000.

Antes se había logrado completar la tipología de los campos de concentración con el establecimiento de uno exclusivo para los prisioneros internacionales, el de San Pedro de Cardeña, a partir del 4 de abril, junto con prisioneros españoles pero es un ámbito diferente, pues se hallaba bajo el auspicio de la Convención de Ginebra de 1929. Por este campo, abierto cuando la campaña asturiana y cerrado en 1940, pasarían todos los prisioneros de las brigadas internacionales para ser "reeducados", "evangelizados" y "regenerados". Los relatos autobiográficos de los que pasaron por ellos dejan bien claro la clase de centros que estos campos eran.
 
7. El fin del experimento social

La primera mitad de 1938 marcó el corolario del experimento social franquista de los campos de concentración. Un estudio llevado a cabo por las mismas autoridades nacionales reveló resultados aterradores: un campo como el del palacio de la Magdalena (Santander) estaba ocupado en un 266% de su capacidad, y el de Murgia en un 253%. El cuartel de infantería de Santoña, con capacidad para 1.500 prisioneros, tenía 2.300 ocupantes. Salvo tres campos que contaban con espacio libre. Los demás tenían una media de ocupación que iba del 140% al 230%. Para empeorarlo todo, a comienzos de 1939, con el desmoronamiento del frente catalán, el número de prisioneros aumentaría, estando 277.103 prisioneros bajo el control del ICCP en campos de concentración y otros 90.000 en los Batallones de Trabajadores.

Reus y Tarragona serían los primeros campos permanentes de clasificación para la campaña catalana, seguidos por Barbastro (en Huesca), Lleida, Cervera y Manresa. Ante el agotamiento de los campos extremeños, se concentraron los prisioneros en Huelva y el cuartel de infantería de La Aurora, en Málaga, con 2000 y 3000, respectivamente. Ese mismo mes comenzaría el traslado de prisioneros a Sevilla, Écija, Rota, Betanzos, Huelva, Santa María de Oya, Padrón y Málaga, y el de personal desde Zaragoza a los campos provisionales de Camposantos, Toro, Valencia de San Juan, Zamora, Puebla de Carmiñal, Trujillo y Figueras-Castropol. Sobre tales disposiciones pesaba la toma de Barcelona.

La caída de Catalunya dejó en manos de Franco 180.000 prisioneros en los campos de Barcelona: Horta, El Cànem y otros centros provisionales. Tal cantidad de prisioneros hizo que se renunciaran a clasificarlos e identificarlos, de manera que fueron trasladados a otros para tal menester, repartiéndolos por toda la Península. Para aliviar la congestión de los campos se envió a los "dudosos" a sus localidades de orígen, donde eran condenados a penas que iban de cuatro meses al año de trabajos forzados en los batallones de "penados". Larga era la sombra de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, que se hallaba detrás de esto proceso.
 
8. El final de las operaciones militares.

La denominada "ofensiva final" se dejó en manos de las Grandes Unidades dónde establecer los campos de prisioneros, lo que supuso el descontrol final y el fracaso de las aspiraciones de control de la ICCP. Se crearon 60 nuevos campos de internamiento en la retaguardia franquista. España pronto se convirtió en algo más que "una enorme prisión", como se dijo en su día. Por unos pocos meses, España fue un inmenso campo de concentración.

La España republicana fue derrotada sin demasiada lucha mientras sus últimos defensores protagonizaban una desbandada hacia Alicante. Finalizada la guerra, Franco incorporó 140.000 prisioneros más a las filas de los depurados por la Nueva España, lo que hizo que la dinámica clasificatoria se prolongara hasta 1942, como mínimo. Ese año, clausurados en su inmensa mayoría los campos franquistas, los últimos prisioneros de 1939 liquidaron su "deuda" con la España de Franco, pagada con trabajos forzados. Otros murieron fusilados, muchos más dieron con sus huesos en la cárcel y varios miles fueron puestos en libertad provisional y sometidos a la vigilancia más implacable, la de sus propios vecinos.

El final de la guerra trajo, durante el último año de conflicto, la amplificación de la función represiva de los campos. El sistema concentracionario fue reestructura, y con él la ICCP. Se cerraron los campos de Deusto, Albacete, Alcalá, Aranda de Duero, las Isabelas, las Agustinas, Alcoy, Denia, Monovar, Figueras, Murgia, Corbán, el monasterio de la Santa Espina, Camposancos, Lavacolla y Padrón y, tras el final de las hostilidades, se comenzó a enviar a los prisioneros a sus localidades de origen para que cumplieran, una vez depurados, la "mili de Franco" en los Batallones de Trabajadores. No sería hasta 1942 cuando se disolvería la ICCP dentro de la Dirección General de Servicios del Ministerio del Ejército. Su desmantelamiento rápido fue imposible. Los condicionantes internacionales, junto con el retorno de exiliados y de refugiados, hizo que se pasara de los campos en tiempo de guerra civil a los campos en tiempos de guerra mundial.

¿Qué quedó de los campos de concentración franquistas? Miles de represaliados y el silencio, la mentira y la ocultación que el régimen victorioso impuso a buena parte de su población.