El Essex y sus hombres
Desde los últimos años del siglo XVIII, los capitanes de Nantucket se habían adentrado persiguiendo a los cachalotes hasta el Océano Pacífico, a través del temido Cabo de Hornos, que doblaban a la ida y a la vuelta, a bordo de embarcaciones todavía mayores que las goletas y bergantines que faenaban en el Atlántico. Fue en este aun inexplorado mar donde se abrieron nuevas pesquerías frente a las costas de Sudamérica, pues cada vez se encontraban menos cetáceos y más balleneros en el Atlántico. De hecho, la última vez que los habitantes de Nantucket, habían visto ballenas en sus aguas, en 1810, la captura de dos de ellas, dos ballenas francas, causó una enorme expectación y casi toda la isla pasó por el muelle a admirar ese animal al que debían su prosperidad y su fama y que a muchos les resultaba totalmente desconocido.
Pero, a pesar de excepciones como ésta, el objetivo principal de los balleneros se había trasladado al Pacífico, especialmente con el descubrimiento que el capitán Gardner, del
Globe, había hecho en 1818: la Pesquería de Alta Mar, una región a más de mil millas de la costa peruana donde se reunían las manadas de cachalotes. Esta noticia aun no había llegado a Nantucket en verano de 1819, cuando el
Essex se preparaba para hacerse a la mar.
El
Essex era un barco de tres palos, con aparejo redondo en todos ellos (aparejo de fragata, aunque entonces esta denominación se restringía a los buques de guerra). Había sido construido en 1799, así que se trataba de un buque bastante viejo, aunque conocido por los buenos resultados de sus anteriores viajes. Medía 26,7 metros de eslora por 7,62 de manga, con un calado de 3,8 metros y, desplazaba 238 toneladas, lo que lo convertía en un barco relativamente pequeño, cuya capacidad no llegaba a los dos mil barriles de aceite que podían almacenar otras naves mayores. Su casco de 10 centímetros de grosor y su estructura eran de madera de roble. Entre las reparaciones que se hicieron al
Essex tras su última arribada a Nantucket, se encontraba una nueva cubierta de pino y una cocina que sustituiría a la anterior. También se había colocado un revestimiento de cobre en la obra viva del barco (es decir la parte del casco que queda por debajo de la línea de flotación) para evitar el ataque de parásitos que ablandaran y destruyeran la madera, causando peligrosas vías de agua. Aunque pueda parecer que, con estas reparaciones, el
Essex se encontraba en su mejor momento, hay que tener en cuenta lo complejo que es el mantenimiento de un buque de madera, sobre todo a partir de cierta edad, más aun cuando este barco pasa largas temporadas en alta mar navegando por zonas tan peligrosas como el Cabo de Hornos. Si sumamos a esto la proverbial capacidad ahorrativa (cuando no, abierta tacañería) de los armadores de Nantucket, podemos asegurar que las reparaciones no eran más que las indispensables.
A- Vela mesana; B- Juanete de mesana o perico; C- Sobremesana o gavia de mesana; D- Juanete mayor; E- Gavia mayor; F- Vela mayor; G- Juanete de proa H-Velacho o gavia de trinquete; I- Vela trinquete; J- Contrafoque; K- Foque; L- Foque volante o petifoque.
La tripulación del
Essex se componía de 21 personas y hasta los últimos días antes de zarpar, no estuvo completa. Su capitán era George Pollard Jr. y éste era su primer viaje al mando de un ballenero, aunque llevaba varios años como primer oficial en el
Essex y lo conocía bien. A su antiguo superior, Daniel Russel, como premio por sus buenos resultados en el viejo
Essex, los armadores (Folger & Sons y Paul Macy, principalmente) le habían otorgado el mando del
Aurora, un ballenero nuevo y más grande, lo que había significado el ascenso a capitán de Pollard, de veintiocho años, y del ambicioso arponero Owen Chase, ahora primer oficial a sus veintidós años. El segundo oficial era Matthew Joy, de veintiséis. Completaban el rol los tres arponeros, uno para la ballenera de cada oficial, y los quince marineros que debían maniobrar el barco, remar en las balleneras y procesar el aceite a bordo. Sería Chase quien escribió la que, hasta hace unos años, se consideraba la única crónica de primera sobre el caso que nos ocupa titulada
Narrative of the Most Extraordinary and Distressing Shipwreck of the Whale-Ship Essex. No obstante, en los años ochenta del siglo XX, se descubrió en Nueva York el manuscrito de otro de los miembros de la tripulación del Essex, titulado
The Loss of the Ship Essex Sunk by a Whale. Su autor no era otro que Thomas Nickerson, el grumete de a bordo, que se embarcaba por primera vez a sus catorce años, junto a tres amigos, entre ellos Owen Coffin, el sobrino del capitán, de dieciocho años.
Owen Chase, años después.
Thomas Nickerson, más años después.
Los balleneros no cobraban un salario fijo como los marineros mercantes. Recibían una parte o quiñón de los beneficios logrados en el viaje, dependiendo de su puesto a bordo. Por ejemplo, el anterior grumete del
Essex había percibido una 198ª parte de la venta de los 1200 barriles de aceite obtenidos (unos 150 dólares, una vez descontados gastos, por dos o tres años de servicio). Los armadores eran especialistas en ofrecer quiñones muy “largos” (exiguos), sobre todo a los forasteros y novatos más incultos, que creían que un número más alto en la fracción significaba más dinero.
A- Cabrestante; B- Tambucho de proa; C- Palo trinquete; D- Horno; E- Escotilla del combés; F- Palo mayor; G- Cocina; H- Ballenera de repuesto; H- Palo mesana; I- Tambucho de popa; K- Rueda del timón; L, M, N y O- Balleneras y botes.
A los marineros novatos se los llamaba en Nantucket “manos verdes”. Mientras para un nativo de la isla, embarcarse, aun como marinero raso, era un primer paso en la carrera hacia capitán, la mayoría de los forasteros que llegaban en paquebotes desde Boston o Nueva York recurrían al ingrato empleo de ballenero como último recurso. La pequeña población de Nantucket no bastaba para alimentar las tripulaciones de la siempre creciente flota ballenera por lo que eran muchos los que venían del continente, y como capitán novato, Pollard tuvo que conformarse con muchos manos verdes pues sus compañeros más veteranos se llevaban a los buenos marineros autóctonos. Para completar la dotación del
Essex, los armadores contactaron con sus agentes para que les enviaran siete marineros negros que llegaron de Boston. Debido a la antigua relación con la población wampanoag nativa de la isla, que hasta bien entrado el siglo XVIII había constituido la principal fuente de mano de obra ballenera, no se hacían distinciones en el sueldo de los balleneros por su color de piel. Nantucket era, además, un importante baluarte del abolicionismo. Esto no significa que hubiera igualdad; los hijos de Nantucket, aun una vez a bordo, formaban una comunidad cerrada que no admitía ni a los forasteros blancos como iguales, no digamos ya a los de raza negra, que ocupaban los alojamientos más incómodos (en el castillo de proa, mientras los marineros de Nantucket dormían en el rancho, hacia el centro del barco, y los oficiales en al popa) y cuya dieta era peor, antes y quizás también después de embarcar.
En cuanto a la dieta, no era sólo mala para los negros. Debido a la imaginativa (y sin duda efectiva) economía practicada por los armadores, los balleneros nunca solían cargar suficientes provisiones para el largo viaje, confiando en que el capitán ahorrara en las raciones y aprovisionara el barco en las escalas (para estos gastos se le otorgaban unos fondos normalmente más que insuficientes, que la tripulación tenía que completar de sus propios quiñones). En la carga del barco participaban los marineros sin cobrar, cosa que no solía ocurrir en otros puertos, pero en Nantucket los armadores cuáqueros se ahorraban así pagar a los estibadores.
Ballenero de Nantucket Sarah,
en Nantucket o en New Bedford (c. 1850).
Durante el tórrido mes de julio de 1819, mientras el
Essex se preparaba en los muelles, que apestaban a aceite derretido, diez balleneros zarparon de Nantucket. Ese año, estaban ocurriendo fenómenos que excitaban las supersticiosas almas de marinos de los habitantes: un cometa se dejaba ver por las noches, lo que para muchos significaba algún tipo de presagio paranormal; incluso los periódicos se hacían eco de los avistamientos de una extraña serpiente marina, y a principios de agosto una nube de langostas se cernió sobre los cultivos de la isla. Todo parecía anunciar algún suceso extraordinario.
El 5 de agosto, el
Essex, aún a medio cargar pero ya con toda su tripulación a bordo, excepto el capitán, rebasó sin problemas la barra de Nantucket, un banco de arena que estorbaba la entrada en el puerto. Por esta razón, la mayor parte de la estiba se realizaba una vez salvado este obstáculo, mediante el uso de barcazas que traían toneles llenos de carne salada, bizcocho (pan cocido dos veces para endurecerlo y conservarlo), agua, etc. También se estibaban toneles vacíos para almacenar el aceite, materiales para fabricar más barriles, pertrechos y herramientas para la caza y el despiece de ballenas, leña para los hornos, recambios para el buque (velas, aparejos) y un largo etcétera. Se decía que un ballenero estaba siempre lleno, pues a medida que se vaciaba de provisiones, se llenaba de aceite.
A- Alojamientos del capitán y los oficiales; B- Rancho C- Almacén de grasa de ballena; D- Castillo de proa; E- Bodega.
El día 11 se habían concluido las operaciones de carga y aquella noche los tripulantes del
Essex tuvieron compañía. Fondeado a su lado estaba el
Chili, otro ballenero listo para partir. Probablemente, ambas tripulaciones intercambiaron visitas y celebraron su última juerga (lo que los balleneros llamaban “gam”). Al día siguiente, por la mañana, George Pollard subió a bordo con una carta en la que los armadores habían escrito sus órdenes. Una vez en su puesto en el alcázar, ordenó levar anclas, sabiéndose observado por decenas de catalejos desde la población. Su primer oficial, Owen Chase, recorría la cubierta poniendo en orden a los inútiles manos verdes, muchos de los cuales nunca habían navegado y se sentían abrumados por el entramado de palos, velas y cabos, todos con sus nombres y funciones desconocidas para ellos, que se elevaban sobre sus cabezas. La maniobra sería, inevitablemente, bastante torpe y exasperante para los oficiales. Nickerson expresa en su crónica la transformación que el amable Chase experimentó al abandonar la plácida y cuáquera Nantucket, prodigando insultos y amenazas a los marineros negligentes, entre los que el joven grumete, a pesar de ser un orgulloso hijo de Nantucket, no dejaba de incluirse. Así comenzaba, en la más absoluta normalidad ballenera, el último viaje del
Essex.