A diez kilómetros de las líneas del frente, los cañones pesados retumbaban en un trueno constante. En la oscura carretera llena de baches, los charcos reflejaban la luz vagamente. Hacía unos días había caído una intensa tormenta. Envuelto en su impermeable y en una inútil manta de lana hispana, Titus tenía el rostro salpicado de escarcha y temía que los pelos del bigote que se estaba dejando crecer se fueran a quebrar como cristales. El Daimler descubierto era muy inadecuado para el frío acerbo de aquella mañana. Sin embargo, Titus no le prestaba atención. Había tenído que pelear muy duro para no ser enviado de vuelta a casa, como un mutilado más. Esa misión era su oportunidad para retornar al mundo de los vivos.
En la entrada de la base, un retraso. Titus se congeló aún más mientras un cabo echaba una ojeada rápida a sus papeles.
-Esperábamos al centurión Dubicius, señor -explicó el centinela, que casi le doblabla la edad a Titus.
-El centurión ha sido relevado -respondió Titus. No tenía porqué dar explicaciones. El cabo había cometido el error de acostumbrarse a Dubicius. Mala costumbre, en aquel negocio.- Quizá no lo haya advertido cabo, pero estamos metidos en una guerra.
El resplandor de los cañonazos, del color de la sangre, tenía las nubes bajas sobre el cercano horizonte mientras caía el atardecer. Cuando un obús surcaba el aire con un ángulo determinado, su silbido era distinguible entre el babel del bombardeo. En las trincheras se decía que uno sólo captaba ese sonido especial cuando se trataba del proyectil que tenía que matarlo. Por fin el coche oficial recibió permiso para seguir adelante.
Una antigua granja servía como aeródromo para una de las pocas escuadrillas operativas, no ya en el ejército romano, sino en el mundo entero. Apenas había retornado al servício Titus se encontró metido en esa operación, de manera apresurada, sin entrar en detalles ni los secretos de aquella unidad. Lo habían aleccionado respecto a la tarea que debía llevar a cabo, pero apenas le habían proporcionado el menor esbozo del plan general. Titus llevaba el tiempo suficiente en Francia para aprender dos cosas: una, a no preguntar detalles innecesarios, y la segundo, a tensar todos los músuclos a fin de evitar temblores. La granja estaba a oscuras, pero uans vagas siluetas se reflejaban en las ventanas. El sargento le abrió la portezuela del coche y Titus se cubrió la boca con una bufanda, húmeda de su propio aliento. El sargento se cuadró, mientras una nubecillas de vapor blanco surgían de su nariz. Si tenía alguna opinón o sentimiento personales, éstos eran inalcanzables.
Se abrió una puerta y de ella surgió una luz cargada de humo y de bulicio.
-Hola, Dubicius -exclamó una voz-. Entra a tomar un trago.
Titus entró y la conversación se detuvo. Un gramófono se detuvo, interrumpiendo a Puccini. La estancia era de techo bajo, una improvisada sala de descanso donde los pilotos se reunían para jugar las cartas, o para escribir o leer. El recién llegado se sintió incómodo ante tantos ojos fijos en él.
-Soy el centurión Andronicus. He sustituído al centurión Dubicius.
-¿Ah? -preguntó un hombre de porte erguido y altivo desde un rincón del fondo. ¿De veras lo ha sustituído?
Aquel hombre ostentaba el rango más alto entre los pilotos. Era un primip... No... Esos eran pilotos, su rango era diferente. Maggiore... Era el mayor Francesco Baracca. Tenía la expresión hechizada y depredadora que se adueñaba de los vivos cuando caía la noche. Sus ojos miraron con dureza a Titus durante un instante, pues los galos que atacaban las posiciones de retaguardia eran casi héores para los hombres de primera línea de fuego. Las machas escarlatas de un oficial de estado mayor eran casi una marca de Caín, un motivo para la mofa. La manga vacía, sin embargo, contaba otra historia.
-El centurión Dubicius ha sufrido un colpaso nervioso -dijo Titus, con frialdad-. Está de permiso indefinido...
-Algún descuido con un revolver juegtón -ironizó con un grave acento siciliano un hombre de aspecto lobuno-. Que lástima...
-Cuando pillan a un tipo que se autolesiona, le espera el pelotón... -dijo otra voz cavernosa.
-El centurión Dubicius estaba bajo una fuerte presión -replicó Titus, sin alterarse.
-De eso hay mucho por aquí -exclamó otro piloto, con un sombrero negro que dejaba su rostro en las sombras, pero con los ojos ardiendo en la oscuridad.
-Deja en paz a Andronicus, Cerutti -insistió Baracca-. No mates al mensajero.
-Necesito un piloto -anunció Titus.
-Pues ha venido a la tienda indicada -comentó Baracca.
No hubo ningún voluntario. Andronicus recordó las instrucciones del mando y explicó:
-El mando quiere echar un vistazo a algo especial. Un avión de observación puede cruzar las líneas sobre las nubes y volver en vuelo rasante para tomar fotografías.
-Parece cosa fácil -comentó Cerutti-. Seguro que ganamos la guerra con esa demostración.
Titus se etaba irritando por la actitud de los pilotos, pero optó por ignorarlos. Se apropió de una mesa de juego y extendió un mapa sobre el tapete verde.
-Aquí está el lugar que deseamos investigar -indicó señalándolo-. Nos han llegado extraños rumores...
Algunos pilotos se acercaron, picados por la curiosidad. Baraca avanzó hacia la mesa y contempló el mapa, mientras un silencio espeso se apoderaba del lugar.
-El castillo de Malinbois -exclamó alguien por fín-. La
Unión des Gueules Cassées...
-La Hermandad de las Caras Rotas, así llamados por su habilidad para estrellarse al aterrizar sus aeroplanos -explicó Baracca-. No se engañe, Andronicus. Es una leyenda de los comienzos de la guerra. Los componentes de esa escuadrilla tienen más victorias en su haber que toda la aviación de las Potencias Centrales juntas.
-No está mal -exclamó Titus-. Entonces hemos escogido a los hombres adecuados para desafiarlos.