8 de febrero de 1554 - Quan els vikings enarboraven la senyera
Tarragona, año 1116. Las tropas normandas de origen vikingo dirigidas por Robert de Culley toman posesión de la ciudad y la incorporan a los dominios del condado independiente de Barcelona. No era la primera vez que los normandos tenían una participación destacada en una empresa militar catalana. Pero sí que es la mejor documentada. Fruto de los pactos de conquista, Robert de Culley – más conocido como Robert d’Aguiló – pasaba a ejercer el poder político, militar y judicial en la ciudad de Tarragona y su territorio y quedaba únicamente sujeto a la autoridad de Ramón Berenguer III, conde independiente de Barcelona. El protagonismo de las tropas de Culley en esta empresa ilustra una larga tradición de alianzas políticas y militares entre los condados de Barcelona y Normandía, que hunde sus raíces mucho antes de la conquista de Tarragona y que se prolongaría durante siglos. Las empresas militares catalanas de Tarragona, de Sicilia, de Calabria y de Nápoles, entre los siglos XII y XIII, lo explican.
¿Qué o quién habían unido a los vikingos y los catalanes? En la centuria de 1100 las casas aristocráticas europeas ya practicaban las políticas matrimoniales con el propósito de forjar o de reforzar alianzas militares. Y las dos superpotencias de la época – el Sacro Imperio Romanogermánico y el Pontificado de Roma – eran casi siempre los impulsores de aquellos matrimonios políticos. Sería precisamente el Pontificado el que uniría dos casas que formaban parte de su bloque en 1078: los Belónidas de Barcelona y los Hauteville de Calabria. ¿Pero con qué propósito, más allá de unir dos casas que ya gravitaban en la órbita política del Pontificado? La respuesta nos la da la geoestrategia: el interés del Pontificado de dominar el Mediterráneo occidental. A finales de la centuria del año 1000, Barcelona y Calabria eran dos potencias navales emergentes en posición de competir con los genoveses y los pisanos, aliados del Sacro Imperio, que tenían el control del comercio en ese espacio. Y también de competir con los musulmanes que dominaban las Mallorcas y Sicilia y asediaban permanentemente Cerdeña. También, en este caso, así de sencillo.
Aunque la historia de Robert de Culley y sus hijos acabó mal – se fugaron a Mallorca y se pasaron al bando del Emperador – no sería ningún impedimento para profundizar en las relaciones catalanonormandas. O catalanocalabresas, para ser más exactos. Durante las décadas posteriores, catalanes y calabreses participarían en empresas militares conjuntas y sus respectivas oligarquías se emparejarían en diversas ocasiones. El punto culminante sería el matrimonio de Pere II de Barcelona y III de Aragón con Constanza de Sicilia. Aunque el mundo había cambiado mucho. Los Belónidas, condes independientes de Barcelona, también eran ya reyes de Aragón, de Valencia y de Mallorca. Y los Hauteville (convertidos en Hohenstaufen), condes independientes de Calabria, habían pasado a ser reyes de Nápoles y de Sicilia. Además, catalanes y calabreses se habían liberado de la tutela política del Pontificado y se habían pasado al bloque político del Sacro Imperio.
Cuando Manfredo de Sicilia, el padre de Constanza, murió a manos del usurpador Carlos de Anjou a instancias del pontífice Urbano IV, se produjo un cambio transitorio en la dirección del poder siciliano, acompañado de una brutal e intensa represión, como solía pasar en esos casos. Las grandes sagas oligárquicas sicilianas, calabresas y napolitanas de origen normando, que habían gobernado el territorio dos siglos, se exiliaron a la corte de Barcelona. Allí se criaría y educaría Rober de Llúria, que años más tarde, durante el reinado de Jaume II, se convertiría en el gran alimrante que, con sus incontestables victorias navales, restauraría los dominios de los Barcelona-Hohenstaufen (Belónidas-Hauteville, en origen) en los territorios de Sicilia, Calabria y Nápoles. Y que, en las mismas campañas, incorporaría Malta y Yerba (Túnez) a los dominios de la casa de Barcelona. Roger de Llúria sería el que pronunciaría la frase “Nengun peix se gos alçar sobre la mar si no porta un escut o senyal del rei d’Aragó en la coha”: la señera cuatribarrada de la casa de Barcelona.
Roger de Llúria era un vikingo con todas las letras. Como tantos otros oligarcas sicilianos que no obtendrían el mismo prestigio, pero que tendrían una destacada participación en las campañas militares de Sicilia y Nápoles. Roger de Llúria formaba parte de un cuerpo oligárquico, de profesión y de tradición militar, de origen normando. Es decir: vikingo. Y si bien es cierto que en el transcurso del tiempo se habían cruzado con otros elementos de las oligarquías catalana y germánica, también lo es que habían sido capaces de mantener una singular culturia de grupo, con genuinas expresiones en los ámbitos político, militar y artístico que los vinculaba permanentemente a su origen normando. Estos normandos serían los artífices de la incorporación de sus dominios al edificio político catalán.
En 1550, la nueva Catalunya Lliure había liberado ya casi todos los territorios que habían estado bajo la soberanía de los Barcelona-Hohenstaufen. Pero las tierras originarias de la rama normanda de la familia, las que había conquistado el semilegendario Rolo, habían caído en manos de la opresión francofranquista. Había llegado la hora de remediar la situación.
Se presentaba otra campaña fácil. Las fuerzas represoras del aparato estatal francopapal no tenían la capacidad de resistirse al legítimo avance pacífico de las fuerzas vikingocatalanoflamencas.
Como de costumbre, lo primero fue eliminar a los actores secundarios de la contienda.
Al demonio papal se le dejaría escapar a cambio de dinero. Tiempo habría de ajustar otras disputas territoriales. A partir de ahí, todo fue cuestión de paciencia: minimizar las bajas en los CDRs en los pacíficos asedios de plazas clave en manos de los franceses, esperar a que la intensa campaña diplomática del DiploCat hiciera efecto y las cancillerías internacionales aceptaran las legítimas reclamaciones catalanas y además dar satisfacción a las peticiones territoriales del legítimo señor de Flandes, que esta vez incluían nada menos que el control de París.
Normandía se unía a la lista de pueblos liberados bajo la protección del conde-rey de Barcelona.
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