Prólogo
A mediados del siglo XI, habitaba en Pavía una familia que se consideraba descendiente de los reyes longobardos. En oscuras veladas al calor del hogar, hablando en voz queda para que ninguna oreja pudiera acusarles de conspirar para la sedición, los padres narraban a sus hijos las hazañas del legendario Alboíno, cuya sangre corría por sus mismas venas. Los asombrados retoños oían así hablar del Picacho del Rey, en el lejano Friuli, desde el cual Alboíno había presenciado en el año 568 la entrada en masa de su pueblo en las tierras italianas (los cainitas y felones murmuraban que por huir de los terribles ávaros). Aprendían que nadie podía resistir el poderoso brazo de los barbiluengos: la rica llanura del Po, con su capital en Pavía, había caído bajo su entero dominio; sus antiguos habitantes se refugiaron en burgos y villorrios, o incluso en los malsanos pantanos de Venecia. De haber seguido unidos, a no tardar toda Italia habría pasado a ser heredad suya, pero los celos y la traición segaron la hierba bajo los pies de ese gran pueblo. Primero de todos fue el mismo Alboíno, asesinado por orden de su esposa Rosamunda, a quien obligaba a servir el vino en el cráneo ahuecado de su propio padre, el rey Cunimundo de los gépidos. Faltos de un guía común, los diversos caudillos se constituyeron en una miriada de ducados autónomos, y aun independientes, como los de Espoleto y Benevento, lejos, al sur, adonde les habían llevado sus correrías en busca de botín. Corolario inevitable de esa dispersión fue mermar y fragmentar el esfuerzo bélico de los longobardos, dedicados ahora a satisfacer las ambiciones de cada caudillo más que a presentar un frente común contra el enemigo.
La refundación de la monarquía por Autario, y su alianza con los bávaros por obra de su matrimonio con la princesa Teodolinda, no fue suficiente para afianzar su poder sobre toda Italia. Un tercio de la península permaneció en poder de los bizantinos, siempre prestos a restaurar la tiranía imperial. Pese a la conversión del pueblo al catolicismo, persistió la hostilidad contra el Papa, a quien veían un agente del Emperador de los Romanos, y cuyas tierras separaban el reino de los ducados del sur. De este modo, llevados por la locura de su caduco orgullo, soberanos débiles y sin cabeza pensaron recuperar su prestigio atacando Roma y sus estados vasallos. Así provocaron su propia desdicha: pues el Papa Adriano concertó una alianza con los insaciables francos, que vieron llegada su oportunidad de cruzar los Alpes tras dos siglos de paciente acecho. Y un día nefasto del año 774, su rey Carlos, llamado el Grande, tomó Pavía, se proclamó rey de los longobardos y ciñó la corona de hierro.
Como su padre y su abuelo antes que él, el joven Alberto escuchaba estos relatos con suma atención, atónito al descubrir que su oscura familia, perteneciente a la pequeña nobleza rural, dueña de tierras pero de ningún título ni renombre, era la legítima sucesora de los antiguos amos de Italia. Y al igual que sus predecesores, sueños de grandeza y gloria empezaban a fluir por su cerebro: ya se imaginaba a la cabeza de sus nonnatas mesnadas, en una cabalgata de laurel y sangre desde Milán a Calabria, mientras los nobles y los obispos se inclinaban ante él y le proclamaban rey de sus vidas y haciendas. Pero su padre leía en su absorta mirada, y sonreía al reconocer en ella la misma que él había mostrado cuando conoció a su vez sus honrosas raíces. De modo que, tras inflamar los pensamientos de su vástago, vio llegado el momento de enfriarlos: se aproximó a la robusta puerta de la casa, y llamó su atención sobre los tachones que la adornaban:
- Según la leyenda, el aro interior de la corona de hierro fue forjado a partir de un clavo como éste. Aquél se empleó para crucificar a Cristo, éste sirve para guarnecer una puerta. Quién sabe si este mismo no es también uno de los centenares de clavos que, al parecer, acribillaron por completo el cuerpo de Nuestro Señor. En todo caso, por muy divina que fuera la carne que penetrara, o muy noble la madera que taladrara, un clavo sólo hace una cosa muy humilde: clavar.
- ¿Qué queréis decirme, padre?
- No está en tu mano ser rey de Italia, ni restaurar la gloria de los longobardos. Ni aunque tu brazo fuese diez veces más fuerte de lo que es podrías resistir el poder del Emperador Conrado, poco dado a tolerar la desmembración de sus dominios; ni podrías soportar la voz tonante del Papa, capaz de conjurar en un suspiro a toda la Cristiandad contra ti; ni siquiera serías rival para los normandos que ahora dominan Benevento, ni para los sarracenos que infestan las costas. No, hijo mío: eres un clavo, un simple adorno que guarnece las puertas del Conde de Pavía, no la llave, y ni aun el dintel.
¿Y ése será mi destino?, se dijo el joven Alberto. ¿El hado de nuestra familia, rondar como perros en torno al Conde, siempre a la espera de su limosna en forma de cargos o prebendas, que nos puede arrebatar con el mismo capricho con el que nos lo concedió? Miró de reojo a su padre con conmiseración no exenta de desprecio: porque el descendiente del implacable Alboíno, caudillo de miles de hombres, se había rebajado a servir como mero Administrador del Conde, que en vez de contar las espadas en formación de ataque se limitaba a numerar los sacos de harina, alubias y carne en salazón que entregaban los labriegos como diezmo. Y pese a tantos años de abyecto servicio, al Duque de Milán jamás se le había ocurrido concederle el menor título: no, los d’Este se repartían los condados como dados en una apuesta, y ni siquiera se avendrían a elevar a su familia por razón de matrimonio. Una eternidad mediocre, tal era el porvenir de su estirpe; y a los tibios y faltos de ambición Dios los quiere en el infierno, rezan las Escrituras.
De este modo, el corazón del joven Alberto se fue alejando de su padre y, sediento de un oído al que confiarse, se dirigió una noche más en secreto al monasterio de San Vicenzo. Siguiendo un ritual que, por mucho que le amedrentara, al final acababa accediendo, fue introducido por una monja cómplice a través de un lóbrego pasadizo. Al final se encontraba una celda que el joven conocía demasiado bien; dio cuatro golpecitos a la puerta y una mujer apareció en el umbral, un rostro bellísimo que enmarcaba unos ojos sumamente abiertos y nerviosos: su propia madre, a quien su padre había recluido tiempo atrás por enajenada.
Era en esas visitas furtivas cuando el joven Alberto encontraba solaz y sosiego para su alma. Sentaba la cabeza en el regazo de su madre, que le enjugaba las lágrimas mientras le acariciaba los cabellos y le llamaba “il mio biondino”, “mi rubito”, porque eran amarillos como el sol. Y ella también le contaba historias, fantasías desaforadas que, lejos de arruinar al enfrentarle a la mísera realidad, le animaba a cumplir aun a costa de perder la vida y la razón. Eran también sueños de honrosos ancestros y gloria futura, donde no había espadas pero sí dagas, y los caballos de guerra se convertían en alazanes majestuosos. Su madre ponía ante él un cuenco con agua y allí se reflejaban los rasgos del joven Alberto, que ella describía con fervor: la larga cabellera dorada, la nariz perfecta, los ojos despiertos, los labios gruesos y sensuales… El rostro de un dios, el dios del sol, Febo Apolo.
- Porque tú desciendes de él, mio biondino. Eres su hijo, como lo era Alboíno, venido de las oscuras tierras del norte para dominar el país de la luz.
- Pero los longobardos eran horribles y sucios, de pelo enmarañado y gruesas barbas. Ninguna noticia se dice de que fueran hermosos.
- Porque iban ocultos, mio biondino. Nadie debía descubrir su secreto hasta que estuviesen afianzados en el trono. Ese fue el error de Alboíno, permitir que Rosamunda viese su verdadero rostro cuando el tiempo no estaba presto. Por eso lo mató y huyó a Bizancio, en cuya connivencia obraba para abortar el reinado del sol. Pero tú enmendarás su yerro. Tú triunfarás de los celos y la traición, que siempre anidan en el corazón de los inmundos.
- ¿Y cómo podré? No tengo fuerza, nuestra familia carece de ningún apoyo ni sostén. Mi padre lleva toda la vida al servicio de los d’Este, y jamás le concederán un triste condado. ¿Cómo podré yo soñar con llegar a ser rey algún día?
- Tu padre es débil, mio biondino. Un hombre vulgar, en quien se ha aguado la sangre de Febo. Porque ni siquiera es hijo suyo… Sí, mio biondino, el hombre a quien llamas padre no lo es. Fíjate en sus rasgos, corrientes como los de cualquier molinero, y comprenderás que no puede serlo. Es absurdo.
- Si mi padre no es mi verdadero padre, ¿cómo puedo ser hijo de Alboíno y por tanto de Febo? Lo que vos decís sí es un absurdo, madre. Dejad de desvariar, os lo ruego.
- No, no, mio biondino. Escúchame con atención. Durante muchos años me ha rondado el pensamiento, pero ahora lo sé con certeza. La noche en que tu supuesto padre me poseyó, yo me encontraba indispuesta. Él te dirá que sufrí una calentura por mirar demasiado tiempo el sol, pero tú sabes que no es verdad. El sol me hablaba, sí, pero con palabras de amor que me llenaban de congoja; porque aún no había consumado el matrimonio con tu padre, y mi alma le era infiel. De modo que le supliqué, le exigí, que me permitiera reposar en soledad. Y como él se negara, me encerré en el granero. Y esa noche sentí en sueños que una dicha indecible me invadía, y al abrir los ojos allí no había nadie. Tu padre no estaba, ¿comprendes? Ni esa noche ni ninguna otra hasta que tú naciste. Fue el espíritu del sol quien me poseyó, el que te concibió.
Tales delirios e incoherencias hacían que el joven Alberto abrigara dudas sobre la veracidad de los relatos de su madre, pero la simiente estaba sembrada, y lentamente daría fruto. Porque el joven comenzó a pasar los ratos muertos contemplándose en cuanta superficie reflejara su rostro, aun las bandejas de cobre, y se percató de que, tal como decía su madre, su belleza no tenía parangón, ni siquiera en la corte del Conde de Pavía. Y más aun se percataron cuantos le rodeaban, fueran hombres o mujeres, aquéllos por celos y éstas por admiración. Y fue así como el joven se inició en los placeres de la carne y el juego de la seducción, y adquirió pronta reputación en la ciudad y sus aledaños. Pero cuando, gozoso, quiso confiar a su madre su creciente habilidad en las artes amatorias, ella contuvo un bofetón por miedo a estropear su belleza, pero le reprendió con gran severidad.
- ¡Eres el hijo de Febo, mio biondino! ¡El hijo de un dios! ¡No puedes marchitar tu gracia con vulgares mancebas! ¡No les es dado a los simples mortales arrimarse a tu cuerpo, so pena de quemarse y ensuciarte con su fango! Sólo puedes tener ayuntamiento con alguien de tu estirpe.
- ¿De mi estirpe? ¿Insinuáis que sólo puedo acostarme con mis primas y hermanas? ¿Qué cometa incesto?
- ¡Si es necesario, sí! La pureza de tus rasgos debe permanecer inmarcesible, y continuar en tus descendientes. ¡Fíjate en tu padre… en tu supuesto padre! Si es también hijo de Febo, tiempo ha que el dios habrá renegado de él, degenerado y espúreo. Las bestias son promiscuas y se mezclan por sus pasiones más rastreras, pero los puros nos mantenemos inmaculados hasta el momento preciso. ¡Pues yo también soy hija de Febo, si bien en mi locura no lo descubrí hasta después de desposar a ese patán! Y si aún pudiese concebir, te exhortaría a que ambos consagráramos este lecho en el que me recluyó, pensando que así lograría aquietar mi lengua. ¡Estúpido!
- Lo que sugerís me da asco. ¡Y la Iglesia lo prohibe! ¿Estáis loca, madre? ¿Deseáis que nos excomulguen, y perdamos lo poco que tenemos, y todo lo que por ventura podamos tener?
- La Iglesia es enemiga de Febo. Lo ha confinado a los mitos ocultos, que sólo se pueden pronunciar en susurros. Como tus ancestros longobardos, que no se pueden nombrar so pena de incurrir en la ira del Emperador. Pero llegado es el tiempo de acallar el silencio. ¡Hay que actuar! No tengas miedo de proclamar quién eres.
- ¡Ah, estáis desquiciada, madre! Nos llevaréis a la ruina si os doy ocasión. Os dejo por imposible.
De esta guisa, el joven Alberto decidió separarse para siempre de su madre y volver al redil de la lujuria y el placer, que aparte de satisfacer su apetito bien pudiera servirle para medrar y acercarse a sus objetivos; pues no le había pasado desapercibido el embeleso con el que la hija del Conde de Pavía le observaba tras las puertas entreabiertas. Pero otros eran los planes que le reservaba el destino: porque sus visitas al monasterio fueron al fin conocidas por su padre, que con gran enojo y frustración lo agarró del jubón una noche sin luna, y lo arrastró en secreto hasta el camposanto. Allí había una lápida sin nombre que el joven nunca había visto, pero ahora su padre le obligaba a abrir los ojos para contemplarla fijamente.
- Es tu hermano, Azzo… Nació al mismo tiempo que tú. Murió cuando aún no le habían destetado.
- ¿Hermano? ¡Nunca me hablasteis de él! ¿Por qué de este silencio y que ahora lo confeséis?
- Tu madre es la culpable del secreto, pero tú de su resurrección, por desobedecer mi mandato y acudir a su encuentro. ¡Te prohibo que vuelvas a hablar con ella! Júralo por tu bien, o sufrirás el mismo destino que este desdichado.
- ¿Me amenazáis? Había resuelto no volver a verla, pero voto a bríos que lo haré para demostraros que no os tengo ningún miedo.
- No es a mí a quien debes temer, sino a esa arpía que no se arredra ni ante los mayores crímenes. ¡Para escribir en él “infame” se creó tan hermoso pergamino! Demasiado tarde descubrí la maldad que anidaba en su corazón. Me privó de un hijo, y ahora pretende despojarme de otro. ¡Pero no lo permitiré! ¡Jura que nunca la verás de nuevo, o seas aquí maldito!
El joven Alberto alzó los ojos y vio que su padre había desenvainado la espada, las venas del rostro henchidas de la sangre de Alboíno. El joven vio desfallecer su valor y escuchó el torrente de palabras desesperadas:
- ¡Tu madre lo mató, comprendes? ¡Mató a su propio hijo! ¡Porque no era hermoso, dijo, porque alguien como él no merecía existir! Te vio a ti, tan bello como pocos han nacido de vientre de mujer, y pasó horas cubriéndote de besos y halagos, ignorando incluso el dolor que le causaba el gemelo que pugnaba por salir. Y cuando soñaba con alumbrar a dos ángeles se topó con él, sano y robusto, la ilusión de todo padre, pero era feo, sí, tenía la nariz torcida y el labio partido, ¿pero eso qué importa? ¡Y lo rechazó! ¡Lo despreció! Gritó que lo echaran, se abrazó a ti y aulló que lo apartaran, ¡le escupió! Estaba fuera de sí, poseída por todos los demonios que la engendraron. Ordené a todos que se marcharan e ignoré sus alaridos y amenazas, ¡estúpido de mí! No se apartaba de ti, lloraba de felicidad al contemplarte, lágrimas que se trocaban gritos y lamentos en cuanto yo le acercaba su otro hijo. Se negaba a mirarlo, pero yo la obligué, tuve que emplear la fuerza de un toro para hacerle girar la cabeza. Allí lo vio, apenas a un palmo de ella, y el niño había dejado de llorar y aun le sonreía para moverla a compasión. Pero no se puede conmover al diablo. Vi crecer un inmenso asco en su semblante, presentí lo que iba a hacer, pero era tan increíble que no pude reaccionar a tiempo. Y con un grito lo apartó con un fortísimo palmetazo, de suerte que el crío se me resbaló de las manos, y se partió la cabeza contra el suelo.
Su padre se calló, traspuesto tras la ordalía del recuerdo. El joven Alberto estaba ensimismado, intentando analizar todo cuanto había oído. Sabía que su madre estaba algo trastornada, y aunque nunca preguntó nada siempre imaginó que se debía a algún aborto o un hijo muerto al nacer; la había oído musitar en numerosas ocasiones. Pero aquella revelación era tan horripilante como inconcebible. Empezó a cuestionar que las cosas hubiesen sucedido como las contaba su padre: el fondo de la cuestión sin duda era cierto, el niño había muerto, pero tal vez la razón estuviese tergiversada; había mucho rencor en la voz de su padre. No, tendría que hablar con su madre para descubrir toda la verdad. Y un nuevo pensamiento comenzó a aflorar: si quizá su madre no habría tenido fundados motivos para hacer lo que hizo.
- Aun creyendo lo que decís, ella lo mató, pero fue por accidente. Una locura temporal motivada por el parto, que suele aquejar a muchas madres primerizas, como cualquier comadrona os confirmará. Y vos también tenéis vuestra parte de culpa, por no apartar a mi hermano hasta que ella se calmara y se mostrase dispuesta a aceptarlo. Y todos estos años habéis guardado silencio y aun habéis enterrado al niño en una tumba anónima, para que nadie sepa que es hijo vuestro. Ella lo rechazó al nacer, y vos lo seguís rechazando tras su muerte. ¿Quién es más infame a los ojos de Dios?
- ¡Fue por el bien de la familia! Bastante escándalo supuso encerrarla en el convento con vagos pretextos, con el continuo temor de que ella hablara y se descubriera el secreto. Hacía poco tiempo que yo me encontraba al servicio del Conde; no permitiría esa agresión a su reputación, confiar sus caudales a alguien desposado con una lunática parricida. ¿Y qué iba a pensar de ti, que en el fondo llevas su misma sangre? No habría sitio para ti en la corte, hijo mío. Dejarías de ser un clavo para rebajarte a boñiga, a quien todos desprecian.
El joven Alberto pensó en lo que dirían de él, pero no por ser hijo de una asesina, sino por tener como hermano a un orco del averno, alguien tan bestial que su propia madre no había tenido más remedio que despreciarlo. Iría con él a la corte, y las alabanzas de las doncellas se trocarían en burlas ante la visión que ofrecerían ambos. Sus enemigos encontrarían nuevos motivos para murmurar contra él a sus espaldas. Ah, monseñor, dirían al Conde, el mejor cargo que podéis ofrecer al bello biondino es el de domador de osos, en compañía de los zíngaros. Y él no tendría más remedio que batirse en duelo por tan ridículo motivo, lo que no haría más que incrementar las chanzas. ¿Y todo, por qué? ¿Por defender a un ser horrible que sólo por un casual era hermano suyo? No, había sido una suerte que esa horrenda visión nunca pudiese llevarse a cabo; aquel accidente había sido providencial, sin duda.
- Pues si en tan alta estima tenéis el bien y la reputación de la familia, quizá debierais pensar si la muerte de ese ser al que llamáis mi hermano no vino de manos del Cielo, para enmendar el error que vos cometisteis. En cuyo caso, mi madre no sería más que una inocente herramienta del destino.
- ¿Qué yo cometí? ¿De qué demonios me estás hablando?
- El error de engendrar un ser que avergüenza la memoria del divino Alboíno. ¿Cómo os atrevisteis a hacerlo? ¿Tuvisteis comercio carnal con alguna ramera borracha, tal que acabó corrupta vuestra simiente, y ensuciasteis así el cuerpo de mi madre? ¿Así es como respetáis a vuestros antepasados? ¿Así esperáis que se restaure su reino?
- En mala hora te hablé de Alboíno y los lombardos. Porque ahora veo bien que tu madre ha emponzoñado tu mente, y ha mezclado sus delirios con el noble recuerdo de nuestra estirpe. ¡Hasta aquí la cuestión! Si persistes en tu rebeldía, haré que te encierren en alguna de las celdas del castillo. Así aprenderás que, por muy hermoso que seas, no tienes más derecho a vivir que tu pobre hermano. Y en cuanto a tu madre, no importa lo que jures; yo me encargaré de que no vuelva a pervertirte nunca más.
Y levantó la espada como señal de que hablaba en serio. Pero la cólera y la humillación habían crecido con desmesura en el corazón del joven Alberto, y un odio frío le nublaba los ojos. Y cuando su padre se acercó para agarrarlo de nuevo, el joven se volvió y le clavó en el pecho la daga que siempre llevaba consigo. Al ver sus estertores, tomó conciencia de lo que había hecho y quiso arrodillarse, pero pudo más el miedo y echó a correr embozado por la noche.
Era casi el alba cuando dio los cuatro golpes en la puerta. Sin decir nada recostó la cabeza en el regazo de su madre, mientras gruesas lágrimas bañaban los restos de sangre de su jubón.
- Aquí encontrarás la paz, mio biondino. Yo te protegeré y guiaré tus pasos, junto con tu verdadero padre, el dios Febo.
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Conmovido por la violenta muerte de su fiel Administrador, y por las anhelantes súplicas de su hija, el Conde de Pavía ofreció ese cargo al joven Alberto. Comenzó así una carrera fulgurante hacia el éxito. Ayudado de su deslumbrante belleza, su implacable determinación, y su completa falta de escrúpulos, Alberto logró en primer lugar desposarse con su noble admiradora, que si bien no era Perfecta a los ojos de Febo, resultaba bonita y agradable. Tiempo después, la desdichada muerte accidental del Conde inclinó al Duque de Milán, según rumores por influencia de su esposa, a ofrecer ese título a nuestro efebo como yerno de aquél. Después de trescientos años, los hijos de los longobardos empezaban a recuperar su perdido prestigio. Y para celebrar el renacimiento de su estirpe, Alberto olvidó el apellido de sus débiles ancestros y se dio uno nuevo, derivado del apodo con el que le llamaba su amada madre: Biondini. Como escudo de armas escogió una rosa roja sangrante, símbolo de la belleza inmarcesible, sobre fondo negro; y como lema eligió la frase "NUDA ROSA HABEMUS": sólo nos queda la rosa, es decir, la belleza, para escapar de la negrura de la muerte.
Sin embargo, se avecinaban tiempos duros. La elevación de Alberto había supuesto postergar los derechos de otros hijos del Duque, que de ningún modo pensaron quedarse cruzados de brazos. Estalló así una rebelión tan sangrienta que motivó la intervención directa del Emperador Enrique quien, desconfiando de la lealtad de la familia d’Este, les privó del Ducado de Milán y se lo concedió al Conde de Pavía.
El ya no tan joven Alberto lo había logrado. Su flamante Ducado era el corazón del antiguo Reino de los Lombardos, cuya restauración ya no parecía tan utópica. Pero eso podía esperar. Lo fundamental era garantizar que su sucesor no sólo fuese físicamente un digno hijo de Febo, sino sobre todo en el interior de su alma. De modo que postergó cualquier tentación de ampliar sus dominios, y se dedicó plenamente a la perfecta educación del joven Alessandro, así como de los nobles de su Corte, que habrían de ayudarle en su magna tarea.
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Natividad de 1065: las campanas del viejo Duomo tocan a rebato por la muerte de nuestro señor, el buen duque Alberto.
Llegó el tiempo de comprobar si la simiente ha dado fruto.