CAPITULO III
Tiempo de sumisión
Una vez contenida la invasión irania, las siguientes dos décadas del reinado de Antíoco están marcadas por la sumisión al tributo a Egipto, que condiciona gravemente la política del rey. Sin redaños para romper el tratado y enfrentarse a los lágidas, y con las manos atadas en política exterior, el ya no tan joven monarca logra sin embargo afianzarse en su trono a costa de cepillarse a unos cuantos conspiradores y desleales miembros de su corte en una serie de convulsas a la par que estúpidamente concebidas rebeliones.
N.P-R.
El vergonzante Antíoco II el Lerdo es de nuevo engañado por los pérfidos lágidas. Tras contener a los bárbaros en Oriente salvando Antioquia de Persia, Antíoco pretende recuperar las provincias rebeladas sometidas a los iranios, pero Ptolomeo apela a los términos del tratado de tributo que impide al desgraciado Antíoco ampliar sus fronteras. Los persas ya se habían rebelado y unido a los iranios cuando la paz fue firmada, de modo que los lágidas consideran que esas provincias ya no están dentro de las fronteras del reino. ¡Mil veces estúpido hijo de lúbrica zorra! ¿A cuantas humillaciones ha de someter este rey a la casta de sus esforzados ancestros?
Ante tal insoportable situación, muchos en la corte y en las provincias desconfían de su monarca, y en el propio Consejo, algunos buscan la manera de oponerse al rey. Pero tan lerdos son estos como el desgraciado monarca. Tal es su estupidez y su falta de virtud alguna que ni siquiera sus nombres merecen ser recordados. El rey, sabedor de sus conspiraciones pero incapaz de medidas más drásticas, decide renovar su consejo con gente de confianza, y es este momento, precipitado e inoportuno, el que los conspiradores deciden alzarse en armas. Bonito ejemplo inspirador, alzar una rebelión por haber sido desposeídos de sus cargos. De su precipitación e inoportunidad devino el resultado. El alzamiento, que no fue seguida por ninguno de los strategos del reino, fue suprimido en unos meses y sus cabecillas encarcelados o ejecutados. Una segunda vez intentaron otras mentes preclaras alzarse contra el rey, y otra segunda vez fracasaron. Incluso el astuto Ptolomeo quiso aprovechar la situación para invadir las provincias rebeladas y anexionárselas para su reino, pero los generales leales fueron más rápidos y lo impidieron. Una nueva muestra del peligro del verdadero enemigo de nuestro reino.
La gente como ésta es la que hace difícil ser rey
Los años de humillante paz que siguen sirven al rey para moverse a su gusto por la corte y el reino. Con su ingenua bondad y generosidad se gana el favor de muchos e increíblemente, su popularidad aumenta pese a su sumisión a Ptolomeo. Se realizan importantes obras civiles a lo largo y ancho del imperio, ágoras al estilo griego, irrigaciones y otras mejoras. Pero este momento dulce se ve manchado por un asunto vergonzante. El rey se encapricha de Parysatis, una jovencita de la corte, y la acosa sin rubor delante de todos. Pronto se hace eco de la intimidad alcanzada, apenas disimulada. Nos parece bien. La reina sólo ha dado una niña, y si no hay varón descendiente de Antíoco II, será la estirpe de su primo Antíoco quien aspire al trono, creando un futuro enfrentamiento entre ambas ramas. Un bastardo no sería mucha mejor opción en semejante familia de degenerados, pero con algunos sabios y oportunos consejos el rey podría renegar de su consorte y casarse con esta jovencita, en espléndida edad fértil. Sin embargo, Antíoco aún no ha terminado de avergonzarse a sí mismo.
A los pocos meses de coyunda con la joven, todos el la corte hablan de la oscura y patética relación carnal del rey y su amante. El rey se muestra a menudo impotente en su virilidad, buscando la sumisión y la humillación en la alcoba, con azotes e inserciones exóticas en los orificios de ambos. La joven Parysatis, horrorizada, lo ha contado a su familia, y de ahí se han esparcido los rumores. El rey, enfadado y humillado, decide alejarse de ella y de paso de su propia mujer y el género femenino en general. Lo que faltaba para empeorar el problema sucesorio. Pero no hay de que sorprenderse, un hombre en cuya niñez ha sido testigo del refocilamiento de su lúbrica madre con media corte no puede tener una relación adecuada con las mujeres en su edad adulta.
Afortunadamente el rey todavía es joven, recién roza la cuarentena, y tiene tiempo para pensar en la sucesión. Pese a sus continuas humillaciones y muestras de ineptitud, su carácter bonachón y su generosidad con sus cortesanos y generales, así como con las gentes llanas, le mantienen indiscutido en el trono sin más peligrosas convulsiones. Aprovechando esta situación, y sin amenaza externa inminente mientras se mantenga la sumisión a Ptolomeo, Antíoco decide cambiar las leyes y usos del reino y nombrar a su única hija heredera legítima del Imperio. Por supuesto esto desestabiliza el reino, y la familia del otro Antíoco, anterior heredero con muchas posibilidades de perpetuar el trono en su prole, intenta impedirlo por todos los medios posibles. Pero el rey no ceja y nadie tiene el poder ni los apoyos para oponerse a su voluntad. Será su hija Estratónice. quien oportunamente ha dado a luz a un varón fruto de su joven matrimonio con Arsanes de Persépolis, la ungida con la responsabilidad de perpetuar la línea sucesoria.