CAPITULO IV: CHRONICA BELLI
La Tercera Cruzada:
La tercera cruzada fue protagonizada por los reinos de Jerusalén y Aragón. Teóricamente era una preparación a la cruzada principal, que sería para recuperar la recién perdida ciudad de Bizancio, pero los intereses del reino cruzado de Jerusalén obligarían al Papa Adriano a orientar los intereses de los cruzados europeos primero hacia el decadente califato Fatimí.
En el momento en el que Roberto I Plantagenet, rey de Jerusalén y guardián del Santo Sepulcro, tuvo noticias de que la flota genovesa arribaría pronto a las costas egipcias, se lanzó sobre el Sinaí, venciendo sin problemas a las pocas tribus nómadas que le presentaron una mínima resistencia. Fue así como llego con presteza a los aledaños de El Cairo.
En El Cairo Roberto tuvo una dura batalla con el Califa Al-Faiz, que si bien pudo vencer quedó sin suficientes tropas como para poder asediar la ciudad y no pudo evitar que el califa mismo y la mayor parte de sus nobles y visires se refugiara en ella.
Sin embargo, la noticia de la llegada de Bertrand I a Alejandría y su rápida victoria sobre la guarnición local, alarmaron y mucho a los Fatimíes, que dejaron que los cruzados de Jerusalén se pudieran retirar en orden, y se dedicaran afirmar su poderío sobre las fortalezas del Sinaí y el Mar Rojo.
Así pues cuando Bertrand se dirigió al sur siguiendo el Nilo, se encontró con todo el ejército Fatimí esperándole frente a la ciudad de Giza, de hecho reforzado por las últimas levas.
Bertrand había cometido el error de enviar a su mariscal, Joan de Urgell, para ocuparse del trabajoso asalto a las ricas ciudades del Delta del Nilo, con el objetivo de cerrar la costa. Así, se encontró ante un ejército muy numeroso. Confiado sin embargo en su rápida victoria en Alejandría, mandó disponer sus tropas para la batalla.
El resultado fue un desastre total. Las tropas occitanas y catalanas fueron superados en todos los frentes, y la caballería pesada cristiana no pudo maniobrar adecuadamente frente a la caballería ligera sarracena, que no paraba de hostigar por doquier a los cristianos. En apenas un par de horas la infantería cristiana fue deshecha, y al caer la tarde, el ejército cruzado era perseguido y hostigado. El rey, sólo con mucho esfuerzo, pudo escapar con los restos de su guardia personal, y pudo llegar una semana mas tarde de vuelta a Alejandría, que apresuró a fortificar. Su ejército había quedado casi aniquilado.
Fue la providencial llegada y los buenos vientos que impulsaron a la flota provenzal que había partido detrás de la suya propia, la que salvaron la empresa y la ciudad de Alejandría, puesto que llegó el hermano del rey Raymond, Duque del Delfinado, con muy cuantiosas tropas, reunidas de todos sus dominios y también de las ciudades reales de la Provenza.
El siguiente año la acción se estancó, las tropas cruzadas concentrándose en tomar las principales fortalezas de sus respectivos frentes, mientras que el Califa Fatimí intentaba tentar un encuentro que le llevara a repetir el éxito de Giza, pero sin éxito.
Finalmente, una vez que Roberto de Jerusalén consiguió hacer llegar un mensaje a los aragoneses, las fuerzas cruzadas consiguieron converger sobre el Nilo, frente a la antigua ciudad de Memfis, donde se reunieron y aplastaron al grueso de las fuerzas egipcias. Sin embargo, la muerte durante la batalla del rey Roberto fue un duro golpe para los cruzados, y fue el germen de las futuras inquinas que luego se apoderarían de los vencedores.
Desde Memfis, el ejército conjunto capitaneado por Bertrand de Aragón y Yves de Monreal, hermano del rey, se dirigió lentamente hacia Damietta, última fortaleza donde los musulmanes aún oponían una fiera resistencia, esperando que sus pedidos de ayuda a otros estados árabes dieran fruto. Sin embargo la ciudad finalmente cayó a manos cruzadas al acabar el invierno del 62.
A pesar de que los legados papales animaron a los victoriosos cruzados a proseguir hacia el norte y embarcar para Anatolia y Bizancio, los principales actores de la cruzada se encontraron cansados por tres largos años de lucha y enfurecidos por las disputas sobre la corona de Egipto. Bertrand deseaba conceder la corona a su hermano Raymond, mientras que Yves Plantagenet deseaba la corona para sí. Finalmente, incapaz de alcanzar un acuerdo, el Patriarca de Jerusalén, que actuaba como legado papal, queriendo fortalecer las posesiones cristianas en Outremer frente al imparable avance musulmán en el norte y el saqueo de Jerusalén, decidió que la corona de Egipto ciñiera las sienes del joven Guillermo, hijo de Roberto I, reuniendo así ambas coronas.
Sin embargo, esto enfadó en gran medida a Bertrand y a Yves, que decidieron pues dar por terminada la cruzada. Bertrand embarcó en Alejandría de vuelta hacia Génova y Barcelona, y Yves regresó al norte, a cuidar de sus dominios, amenazados por el emir de Siria.