Capítulo 86
Valle del río Mekong
14 de julio de 1565
El sol escalaba el orbe celeste, prodigando cada vez más su cálido abrazo entre los habitantes del valle. Kenshin tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre el mástil de su abanico, que descansaba en sus rodillas. No había nada que hacer, salvo morir dignamente.
Las tropas Chinas habían aparecido sobre las montañas del norte como un alud primaveral. Las innumerables escaramuzas se habían saldado mayoritariamente a favor de los invasores, que en muchos casos duplicaban en número a las tropas japonesas. Kenshin sólo podía recurrir a la guerra de guerrillas, después de que su ejército fuese expulsado de las montañas hacia el sur, y aunque las emboscadas causaban bastantes bajas en el enemigo, no era suficiente para sostener un conflicto duradero. Los chinos controlaban los pasos montañosos, y no paraban de recibir suministros y refuerzos de manera regular, mientras que Kenshin sólo podía rogar a los kami por que le enviasen aunque fueran cinco mil hombres más, aunque sabía que era una vana esperanza. Sus informadores le habían comunicado que el ejército chino contaba con más de setenta mil soldados, y que se había enviado un grupo hacia el norte, y otro probablemente ya estaría cruzando el mar rumbo a Nipon.
Permanecía sentado en su tienda, con la mente en blanco. Ya estaba decidido a morir como un valiente, así que no había más que pensar. Dos hombres sudorosos se afanaban en ponerle su armadura: un criado laosiano de luenga barba blanca, demasiado mayor para huir, y Gakumitsu, el benjamin de los Yamashita, que había sido enviado desde las Islas Sagradas junto con su hermano Gakutora para foguearse. Tendrían un bautismo de sangre. Un soldado laosiano alto y corpulento entró en la tienda e hincó la rodilla ante Kenshin. Era Ho Bing Hua, un veterano de la guerra contra los japoneses, que aceptó el indulto a cambio de ponerse al servicio de sus nuevos amos. Kenshin había tomado un gran aprecio al gigantón, que siempre le había servido fielmente.
-Mi señor, los chinos han enviado un mensajero. Solicitan parlamentar.
-Ya sé lo que ese zorro de Qi Jiguang va a proponerme, y la respuesta es no, pero no voy a renunciar a la satisfacción de decírselo en persona. Ve.- Dijo Kenshin despidiendo a Ho con un gesto de la mano.
Cuando el criado le entregó su kabuto, un repugnante olor a excremento le abofeteó. Miró al anciano y comprobó que estaba llorando en silencio.
-Lo siento, señor.-Alcanzó a balbucear-A mis años...
Kenshin le puso una mano en el hombro, comprensivo. No todos los hombres afrontan su final con el mismo temple. Al salir de la tienda, acompañado de Gakumitsu, ya le estaban esperando Ho, Hideo, Witten y Gakutora, que debían componer su séquito.
-Desmontad, no vendréis conmigo.
Sus generales se miraron entre sí, confusos, con la excepción de Ho, que tenía la vista fija en el suelo.
-Es una locura combatir en campo abierto, nos masacrarán sin contemplaciones. Hideo, tú y el Ryu-Mon os refugiaréis en el campamento fortificado japonés, al otro lado del valle. Ho, tú marcharás con la milicia local y el resto de la infantería a proteger el palacio real de Vientiane, más al sur. Hideo cubrirá tu marcha, y yo con la caballería me enfrentaré al ejército de Qi Jiguang para retrasarles lo más posible y daros tiempo a marcharos
Una cacofonía de protestas y súplicas se elevó en torno a Uesugi Kenshin. Éste alzó enérgicamente la mano derecha y el coro de voces rugientes cesó de repente.
-Ho, hazte cargo de Gakutora y Gakumitsu, su padre me los confió y no puedo permitir que les pase nada, si sucede lo peor, sólo tienes que seguir las instrucciones que te he dado.
Los dos aludidos dieron un paso al frente, y tras realizar una respetuosa reverencia, Gakutora dijo.
-Con todos los respetos, mi señor, pero creo que estarías insultando a mi padre si nos impides morir con honor.-Igualmente Gakumitsu se adelantó, y dijo:
-Mi señor, juré por nuestro Señor servirte fielmente. Si me apartas de tu lado ahora me estarás haciendo faltar a mi palabra y cometiendo un terrible pecado. Combatiré por ti hasta mi último aliento, hasta mi última gota de sangre, con la ayuda de Dios- Witten y Gakutora se persignaron, y Kenshin asintió, resignado.
-Mi señor, sabes que de todas formas vamos a morir todos ¿Por qué nos ordenas huir como cobardes?-Dijo Hideo.
-No se trata de huir, mi veterano amigo, sino de presentar resistencia de la forma más ventajosa posible. Si mi plan sale bien y Ho llega con las tropas a palacio antes de que lo tomen los chinos, nuestras tropas sufrirán el mínimo de bajas posible, y el enemigo no tomará la provincia.-Hideo le miró, confuso, y después miró a Ho, que continuaba con la mirada perdida en el suelo pedregoso. Entonces enarcó las cejas y asintió levemente, comprendiendo el plan de Kenshin.
Instantes después, todos se pusieron en movimiento según las órdenes de su gobernador. Ho ordenó formar y marchar al otro lado del río a paso ligero, mientras que Hideo reunía al Ryo-Mon y se dirigía al sureste para montar la defensa del campamento fortificado. Kenshin respiró hondo, se calzó el kabuto y subió a su montura. La suerte estaba echada, reunió a la caballería y se dirigió al norte para el estéril parlamento con Qi Jiguang.
-El número de tus tropas es aún más escaso de lo que creía, Kenshin
-Cada uno de mis samurai vale por diez de tus campesinos, general-Dijo Kenshin en voz suficientemente alta para que los soldados chinos lo oyeran.
-Admiro tu valor, Kenshin, pero esta lucha será en vano. Perderéis esta batalla, perderéis vuestros territorios continentales, perderéis vuestras colonias y finalmente vuestro sagrado “emperador” deberá inclinarse ante su Majestad Imperial Shizong.-Dijo Qi Jiguang, desafiante, pero Kenshin no se alteró.
-Me imaginaba que ese era vuestro plan desde el principio. Lo de los embajadores fue una trampa para tener una excusa con la que apoderaros de nuestro reino.-Jiguang se removió incómodo en su montura, consciente de que en su petulancia había cometido un error. Sin dejarle responder, Kenshin continuó- Tal vez ganéis esta batalla, pero cuando vuestra tiranía oprima la Tierra, la sangre con la que mis hombres regarán estos campos harán germinar la semilla de la rebelión. ¡Tal vez vosotros sobreviváis a esta batalla, pero nuestro honor nos hará inmortales!-Y jaleado por los gritos de sus hombres, Kenshin espoleó a su caballo de vuelta a sus filas, sin dar opción de réplica al general chino, que sólo pudo murmurar:
-Magnífico hijo de puta... –E hizo volverse a su montura, con cierto pesar por los bravos hombres que estaban a punto de desperdiciar su vida.
Kenshin desplegó a sus jinetes en una fila, en un desesperado intento de aparentar un mayor número ante la infantería enemiga. Los chinos comenzaron a avanzar, subiendo la pequeña rampa, y Kenshin ordenó la carga total. La batalla sería rápida y su resolución ya estaba escrita, pero si se desplazaban ágilmente entre las filas enemigas tenían la posibilidad de demorar un poco el resultado. Los samurai se lanzaron valientemente sobre los piqueros chinos, gritando sus linajes, para honrar a sus antepasados. Algunos de ellos eran guerreros desde hacía más de cuarenta generaciones. Los arcabuceros y la caballería chinas comenzaron a flanquear al ejército japonés de forma imparable. Kenshin se dirigió junto a su hatamoto hacia un grupo de arcabuceros a su derecha, y ordenó una furiosa carga. Los chinos, aterrorizados, comenzaron a cargar apresuradamente sus armas. Kensin los veía lanzar breves miradas mientras cebaban sus arcabuces, a la par que el oficial al mando se dejaba la voz dando enérgicas órdenes.
Cuando sólo quedaban unos metros, la mayoría de soldados chinos ya tenía sus arcabuces apuntando a los jinetes que se les echaban encima, y unos pocos que no habían podido completar la carga, lanzaron sus arcabuces al suelo y salieron corriendo. Entonces Kenshin oyó la orden de disparar y el tiempo pareció aletargarse. Un gigantesco estruendo le dejó sordo. Vio caer de sus caballos a dos samurai que cabalgaban delante de él, y finalmente comenzó a sentir impactos de metralla en su coraza. También notó que alguna bala entraba en el cuerpo de su caballo, y en el instante en que este caía, un balazo le dio en el costado derecho, dejándole sin aire y proyectándole fuera de su silla. En ese momento el tiempo recuperó la velocidad normal, y Kenshin sólo pudo ver de reojo el césped del suelo acercándose cada vez más deprisa.
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